viernes, 2 de junio de 2017

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Hubo un tiempo en que se viajaba a Francia
para ver películas eróticas. Parece mentira.

En un retrete de una aérea de servicio.
 Autopista a Perpignan.


Fue una historia que durante muchos años estuvimos viendo, con diferentes protagonistas, a todas horas. Incluso se pasaba cuando niños miraban fijamente la pantalla con el bocadillo de chocolate en la mano. En aquel entonces era seguro que donde había un niño había una madre.
Empezaba la historia con un hombre joven, sonriente, elegantemente vestido llamando a la puerta de una casa familiar a una hora en la que el marido no estaba, con el paquete en la mano.
Abría la mujer de la casa, que como mucho iba vestida para estar cómoda pero que más de una vez aparecía en bata de andar por casa o simplemente con una blusa. O sea, ese tipo de vestidos que las mujeres se ponen para estar cómodas de verdad, cuando hasta la ropa intima sobra. Sonriente y encantada de la vida, saludaba al apuesto intruso y le preguntaba qué quería.
El hombre se presentaba y enseguida entraba en materia, preguntándole si estaba contenta con lo que tenía en casa. A lo que ella, ni sí ni no, afirmaba que no se podía quejar.
Entonces el agresivo conquistador le decía que él tenía algo mejor, y mostraba el paquete. Que si quería probarlo. La mujer fingía enfadarse y aseguraba que el suyo no lo cambiaría por nada del mundo. Pero el hombre que confiaba en la potencia de los polvos de su paquete insistía. Se lo dejaba sin ningún coste, le decía que no se preocupase, que él no se lo diría a nadie. Sólo tenía que probarlo.
-¡Pruébelo!- decía el joven elegante con toda la confianza del mundo reflejada en el rostro.
La mujer terminaba por ceder. Aceptaba probarlo y entonces el paquete cambiaba de mano.
Él, ya victorioso y con el paquete entregado, desafiante le decía,
-¡Pruébelo con cualquier prenda, la más sucia que tenga! Quedara encantada.
En este momento había un fundido en negro. Las dos caras desaparecían sonrientes.
En la siguiente imagen el hombre estaba frente a la mujer, relajado, seguro de su triunfo y ésta, con el paquete ya a un lado, ponía cara de haber tenido una experiencia mística. Los dos felices.
 Él, triunfante y seguro de si mismo, recuperando el paquete, preguntaba,
-¡Qué! ¿Ha quedado contenta?
-Contentísima, nunca hubiera imaginado que algo así pudiera pasar. Ha sido una experiencia…
El joven no la dejaba acabar y preguntaba,
-¿Lo ha probado con cualquier prenda?
-Con cualquiera y entre más sucia, mejor- admitía ella.
-Entonces, a partir de ahora…
Ella contestaba jovial,
-A partir de ahora permaneceré fiel sólo a…
Y la pantalla enfocaba el paquete del joven.
En ese momento mi hermano pequeño siempre preguntaba,
-¡Mamá! ¿Y el papá donde está?
-El papá está trabajando, hijo.
-Entonces, ¿Por eso viene el señor?
Mi madre que solía estar planchando, cosiendo, barriendo, fregando o doblando ropa, ni contestaba.
Mi hermano seguía mirando la pantalla, hasta que terminaba volviendo la mirada hacia mí,
-Pitu, ¿Ese señor que hacía?
-Vende detergente, ¡Joer! Parece mentira.
No sé cuantas veces vivimos esa escena. Llegó un momento en que era seguro, después del anuncio, sufrir las inquisiciones de mi hermano.
Cuando cuatro años más tarde, un día, se presentó en casa un hombre desconocido, papá no apareció y nuestra madre nos explico lo que pasaba. Yo ya tenía catorce años y mi hermano diez, cuando eso pasó. Después de las explicaciones nos dejaron solos en el salón. Mi hermano me volvió a mirar como entonces, pero esta vez sé limito a decir,
-Detergente.

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