viernes, 27 de junio de 2014

Trozos



Sobre todo eran los trozos entrevistos de carne. Algunas veces trozos neutros, otras, trozos augures de mejores trozos de rincones profundos y calientes, acogedores y pegajosos, dónde extinguirse. Pero por encima de todo es que eran trozos anhelantes, de cambio.
Con un valor impreciso, no ajustado, pero cierto, indiscutible. Indudable. Unas tenían y unos querían. Así de simple. Desde el principio. El principio de los tiempos.
Era un mercado nada publicitado pero lleno de mercadería. Muy visitado. Llegaban los insaciables, siervos de un hambre ajeno, colocado allí, y que sólo tenía como justificación la vida.
Así que cuando ella se acercó, todo estaba entendido.
-¿Me invitas a algo?
Se pusieron a beber y al poco tiempo no acertaban a saber qué. Lo acababan de pedir y bebían. Simplemente.
Comprobaron, pasados diez minutos, que podían llegar a algo. Si aguantaban en silencio, bebiendo y fumando más de media hora, la cosa iba en serio.
Entonces él habló,
-¿Cómo te llamas?
Ella lo miró divertida.
-Estoy aquí contigo porque me pica ahí abajo, tengo dos hijos y no puedo rascarme muy a menudo.
-Ése es un buen nombre- dijo él, apurando la bebida. Maracaneó con los cubitos de hielo.
-¿Y tú?- preguntó ella, que hablando de ahí abajo, había decidido que corriera el aire.
-Yo, Manolo- contestó él y se metió un cubito en la boca.
Le dieron un empujón por detrás y tuvo sus pechos a tiro de lengua. El olfato apuró apresuradamente todo lo que encontró por el camino. Fruto de tamaño festín terminó de coronar una erección que sólo esperaba un final.
Se volvió hacia el que le había empujado. Ni tan siquiera parecía que se hubiese dado cuenta. Estaba embebido en risas y frases que entrechocaban.
-No lo conozco, lo juro- dijo él.
-Me llamo Elisa- afirmó ella.
-Vengo cada noche dispuesto a lo que sea y te juro que lo necesito. Te juro que maldigo la educación que recibí, los prejuicios cosidos a cal y canto que siento pero no veo modo de extirparlos. Y cada noche es igual. Qué garantía tienes de que todo no vuelva a ser igual.
Hizo una pausa y la miró. Estaba entendiéndolo.
-Y eso cansa- concluyó.
Pasaron tiempo en silencio. Ella ni bebía ni fumaba.
En un momento determinado, que la música dejo en el suelo todos los sucesos que acogía en su seno, ella se dio la vuelta y se alejó. Parecía un día cualquiera.
Dejando trozos de carne que se asemejaban a fugaces cometas alejándose. Cometas que van y vienen. Cometas, que todo el mundo sabe, un día chocarán contra el planeta y provocaran la extinción de los dinosaurios. Pasaba constantemente.
Sobre todo eran los trozos no entrevistos del espíritu. Trozos nada neutros que te obligaban a pasar una y otra vez frente a los puesto y valorar la relación calidad- precio………Una calidad difícilmente aquilatable y un precio que nunca se acababa de acordar.
Preguntó cuánto era y pagó.
El aire fresco le pareció un amigo. Lo respiró agradecido y los trozos una vez más respiraron al unísono. Al menos eso quería decir algo.

jueves, 5 de junio de 2014

Cocodrilos



-Y entonces llegaban los cocodrilos y se lo comían.
Después su padre lo arropaba, le daba un beso y se despedía.
-Que duermas bien. Te dejo la lámpara encendida por si tienes que ir al baño.
Se trataba de un niño desobediente, que siempre hacía lo contrario de lo que le decía su padre divorciado. Incluso cuando iban al zoo.
Casi todos los domingos lo hacían. Llegaban por la mañana  con sus bocadillos. Se acercaban a la cafetería tras haber comprado las entradas. El padre se tomaba un café con leche, fumándose un cigarrillo. El niño intentaba abrir la mochila para comerse el bocadillo pero el padre le decía,
-No, el bocadillo para después- y le compraba un cruasán.
Al padre le apasionaban las serpientes.
-Pero están dormidas, papá.
-Sí, pero cuando despiertan son espeluznantes.
El niño se aburría.
Más tarde iban a ver los cocodrilos. Se tiraban minutos y minutos delante de ellos.
-Pero si están muertos, papá.
-Eso te parece a ti. Mírale los ojos. No te pierden de vista- le decía el padre.
Cuando llegaba la hora de comer se acercaban al foso de los mandriles y sentados en el borde se comían los bocadillos.
-Papá, ¿qué le hace aquel mandril fuerte al otro pequeño?
-Se lo está follando, hijo.
Cuando terminaban de comer volvían a las serpientes y a los cocodrilos.
Como colofón del día y ante la insistencia del niño pasaban a ver los gorilas.
Escuchaba a su padre contar aquel cuento tan raro y le parecía que seguramente lo hacía porque ellos nunca iban al zoo.
-Pero un día, resulta que durante el bocadillo, en la mesa de al lado, estaban comiendo unos platos combinados una mamá y sus dos hijos, una niña de tu edad, y un niño un poco más pequeño.
Entablaron conversación y cuando quisieron darse cuenta el niño desobediente había desaparecido.
¿Qué había pasado?
Pues que el niño hizo como cada domingo. Vio que las serpientes seguían durmiendo y que los cocodrilos seguían muertos.
Aunque si están muertos, ¿por qué no los entierran?, pensó el niño desobediente.
Y ni corto ni perezoso, salto el antepecho que lo separaba del foso de los cocodrilos y se inclinó a tocarlos.
-Y entonces llegaban los cocodrilos y se lo comían- decía él.
Después su padre lo arropaba, le daba un beso y se despedía.
-Que duermas bien. Te dejo la lámpara encendida por si tienes que ir al baño.
-¿Por qué lo dejo irse?
-¿Cómo dices?- preguntó el anciano.
-¿Qué por qué se descuióo y el hijo se fue a ver los cocodrilos? Sólo estaban los dos.
El anciano se rió pícaramente.
-¿No te acuerdas de quién había en la otra mesa? Una madre con sus hijos- lo miró buscando complicidad- una madre sola, un padre divorciado…….no eres un crío.
-Y entonces llegaban los cocodrilos y se lo comían- dijo él.
Arropó a su padre y le dio un beso.
Se complacía cada domingo, al irse, pensando en la excelente calidad de aquella residencia. La calefacción, la limpieza, las luces de emergencia toda la noche encendidas.