lunes, 5 de enero de 2015

El amor reafirma





A Robert Walser,
Que escribió y escribió,
Cómo los demás respiramos y respiramos.


Era una tienda, ni grande ni pequeña, donde se vendía de casi todo. Por allí pasaba la mayor parte del vecindario, tanto hombres como mujeres, o más o menos.
Los comerciales, se decía que sentían por aquel colmado una predilección inexplicable, intensa, pero que no se podía definir. Recorrían cada día, o casi cada día, entre cincuenta y setenta establecimientos pero era en aquella tienda donde se sentían diferentes. Ni un comercial ni un cliente.
Y a decir verdad, o una aproximación de la verdad, el que tras el mostrador estuvieran los dos, marido y mujer, y sobre todo que no se supiera quién de los dos mandaba, era inquietante.
Se oía muchas veces,
-¿Qué desea?
-Pues no lo sé, quería unos garbanzos pero ahora ya…….
Y al final se llevaba un par de calcetines.
Todo era impreciso. Bueno, todo no, casi todo.
En el pueblo era de las tiendas más conocidas. No se puede decir o especificar qué tipo de fama arrastraba pero eso sí, era sobresaliente.
No había hijos, o sí. En realidad no era un hijo pero se comportaba como tal. Era un sobrino que tampoco era hijo de su hermana, de él o de ella, no lo sé. Porque era adoptado.
Entraba y salía mientras sus tíos vendían o compraban, como si fuera su casa.
Ya fuera un día soleado o un día nublado, lloviese o soplase el viento, alrededor del colmado siempre o casi siempre las cosas iban así. Hasta que un día entro un capitán del ejército. Se sabía que era un capitán porque lo llevaba escrito en el alzacuello. Capitán.
Entro decidido, tanto, que los presentes se quedaron no mudos, no hablando como quien no ha visto nada, si no murmurando tan bajo que casi parecían pensamientos lo que decían.
-Quiero una docena de alcayatas- exclamó, después de dar los buenos días.
No sé si el propietario o la propietaria se quedaron sorprendidos o estupefactos.
Pero, claro, qué vas a hacer. Si alguien te pide alcayatas pues se las das.
Estaba en trámite el pedido cuando entro ella y a continuación de su hola pidió un carrete de hilo rojo y una docena de tuercas.
No se sabía quién era. El que no estaba buscando las alcayatas la atendió un si es no es convencido de que su tienda era su tienda.
Aquel día debía ser laborable porque el establecimiento estaba lleno, aunque a decir verdad también abría algunos días de fiesta. Lo cierto es que entre ellos no se dirigieron la palabra y se mantuvieron atentos a su pedido.
Los otros clientes, que no habían mostrado en ningún momento prisa ni intención de decir lo que deseaban permanecían indecisos. Habían olvidado lo que querían pero no encontraban el valor para marcharse.
El capitán pago sus alcayatas y se fue. Ella le dijo adiós mientras el resto de los presentes no sabía qué fórmula sería la adecuada, en ese momento, para despedirlo.
Y estaban en ese pensamiento cuando ella hizo su pago y se fue con su carrete y sus tuercas. Algunos le dijeron adiós y otros, hasta luego.
Después, al cabo de unos minutos, no sé, unos cuantos, se les volvía a ver enzarzados en sus cosas y habían olvidado a la pareja.
No sé si esto ocurrió cuando estaban a punto de cerrar, ya al final de la jornada, o era de mañana, recién abiertos. Sé que no había ningún comercial para explicarlo. Bueno, sí lo había, pero hacía fiesta. Por lo que sus facultades eran otras.
Paso el tiempo de la forma que suele pasar. Una veces lento y otras a toda velocidad. La tienda siguió su devenir sin una clara muestra de una vocación irrenunciable, mientras los que entraban y salían pues hacían eso, entrar y salir.
Un día llegó la noticia, no se sabe quién la trajo, si fue un comercial, se oyó en la radio, o se leyó en los diarios, lo cierto es que llegó la buena nueva de una boda. Precisamente la boda de aquel capitán con aquella que vino a comprar hilo y unas tuercas. Una boda que a todos pareció de lo más normal y esperado.
Como si hubieran nacido el uno para la otra o viceversa.

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