Cuando Ignacio y Lola se encontraron, se llamaron la atención. Hacía un mes que había sido declarado el fin de la pandemia y que por tanto se habían levantado las restricciones ya de por si bastantes relajadas y que durante muchos años habían constreñido la vida del país.
Después de cien mil muertos y más de diez millones de contagiados, se creía que en realidad el contagio llegaba a más de las tres cuartas partes de la población, y tres gobiernos que se habían sucedido hasta acabar en un gobierno de concentración, amén de una precariedad vital que aquejaba a más de la mitad de la población, se habían puesto de acuerdo todas las fuerzas políticas, económicas y sociales para declarar controlada la epidemia. Ya los contagiados que llegaban a los hospitales eran menos que los accidentados por el trafico de vehículos, que los enfermos de cáncer de pulmón y por algunas otras causas como el maltrato de genero, que había terminando por convertirse en una guerra abierta entre los sexos, pues había casi tantos fallecidos de sexo femenino como masculino, al final las mujeres habían decidió pasar a la acción, o los suicidios. Además por fin el dinero ofrecido por la Comunidad Europea en el 2020 empezaba a llegar ahora, primavera del 2026.
Y una de las primeras señales de que ese momento había llegado fue que las mascarillas desparecieron como por ensalmo. La gente estaba ansiosa por respirar a pleno pulmón, aunque fuese haciendo espeleología en el metro o abriendo paso en el interior de una sala de baile.
Por eso Ignacio y Lola se llamaron la atención.
Los dos seguían con mascarilla.
Al principio fue Lola la que se sintió atraída por aquel chico que aún lleva mascarilla, él ni se percató, ahora se entenderá el porqué, más que por la mascarilla en si, por el hecho de que tenía las gafas completamente empañadas.Vamos, que no veía nada próximo con nitidez y nada en la lejanía. Se estaba tomando una cerveza con caña. Tal era su empeño.
-Te puedes quitar la mascarilla- le dijo ella.
Ignacio se quedó mirándola,
-Ya, y tú también.
Claro, tenía razón, pensó Lola. Pero es que ella estaba muy a gusto con las mascarilla. Cuando se la quitaba se sentía desnuda. Un día le dijo a su madre,
-Ahora entiendo a las musulmanas, que aún pudiendo quitarse el velo, siguen con él.
-A ti lo que te pasa-le dijo una tarde una amiga- es que padeces el síndrome de la braga.
Y se lo explicó.
-En la selva los indigenas van en pelotas y en las playas podemos enseñar casi todo, pero en nuestra cotidianidad sólo estamos a gusto vestidos. Es cuestión de adecuarse mentalmente al momento. De armonizarse con nuestro sentir interior y tú te has acomodado tanto a la mascarilla que quitártela será como si te quitaras las bragas. Te sientes desnuda.
Hizo una pausa.
-Tendrías que ir al psiquiatra- concluyó.
Lo miró en internet y resultaba que al psiquiatra iban los que se sentían mal con las cosas que le pasaban en o por la cabeza o que se lo hacían pasar mal a los demás también por culpa de las cosas de la cabeza y lo cierto es que ella no se encontraba mal con la mascarilla. Se sentía mal cuando se la quitaba.
-No puedo ir enseñando todo mi rostro por ahí sin un motivo. Si tengo que comer aún, pero así como así ir con la cara al aire… me siento fatal.
Y decidió seguir con ella. Estaba no sólo a gusto sino que se encontraba más suelta, más segura de si misma. Esa sensación de cepillarse los dientes para que estuviesen limpios y no para que su sonrisa luciese blanca y pura. Su sonrisa la veía quien ella quería.
-Ya, pero vas como si estuvieses detrás de un burladero- le dijo otra amiga que se extrañó.
-Claro, por supuesto- admitió y se quedó tan pancha.
-¿Y por qué no te la quitas? No ves nada con las gafas empañadas.
-Falso. No veo nada con precisión- argumentó él.
-¿Y eso te gusta?- preguntó ella.
-Tiene su aquel- contestó él.
Como vio que ella no decía nada, continuó,
-Al principio, hace unos meses, me la iba quitando.
Hizo una pausa, como buscando el pensamiento concreto,
-Echaba de menos la imprecisión, lo que veía perdía interés, había perdido el suspense. Todo era concreto, preciso. Un rostro visto perfectamente me arrastraba irremisiblemente a una claudicación. Eran los rasgos que eran, no había otra posibilidad. Y así con todo, los edificios, las calles, los parques. La vida nítida no me gustaba tanto como la vida empañada. Y como no me puedo empañar las gafas, continuo con la mascarilla.
-Pero en algún momento te la quitas- dijo ella.
-Como tú- dijo él- Es como cuando tengo que bajarme los pantalones para cagar. Lo hago lo justo.
-Te entiendo perfectamente. Me llamo Lola.
-Y yo Ignacio.
Se dieron un apretón de manos. Ella pensando con voluptuosidad en el momento en que él la vería sin la mascarilla tras quitarse las gafas y él apretó su suave mano, imaginando tras la bruma de los cristales cómo sería ver su dulce rostro, su franca sonrisa cuando sin las gafas empañadas pudiera verla sin la mascarilla.
domingo, 11 de octubre de 2020
Después de la pandemia
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Nos tocará acostumbrarnos a no conocernos.
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