domingo, 2 de septiembre de 2018

Voluntad


-Una vez conocí a un hombre que se llamaba José- dijo ella.
José la miró sin entender.
-Era un hombre- continuó- tan amable, cariñoso y complaciente. Estaba tanto por mí.
José hizo un esfuerzo pero apenas se acordaba de José.
Sin embargo dijo sin acritud,
-Cuando conocí a Lucía, no costaba nada compartir algo con ella. Era alegre y dicharachera. Nunca hubiera dicho que desaparecería de la forma que lo hizo.
Lucía se acordaba de Lucia pero no de lo que había pasado.
El hombre extendió el brazo y dijo,
-Me llamo Manuel y creo que nosotros dos podemos intentar algo.
Lucía extendió su delicada mano y recordó que a José le gustaba el nombre de Susana.
-Yo soy Susana y como me recuerdas a alguien, pienso que sí, que podemos intentar algo.
Se dieron dos besos castos. Cada uno poso sus labios en la frente del otro y después sus labios se juntaron. Manuel y Susana ya sabían lo que hacían.
Después sus hijos salieron de la infancia y desembocaron en la adolescencia. La adolescencia es un estuario que da miedo, porque delante está la inmensa adultez. Que se junta con otras adulteces y ocupan las cuatro quintas partes de nuestra vida. El resto es la tierra que pisamos un día y que volveremos a ver en el momento de la evaporación.
Cuando los hijos se perdieron en el ancho mar, fue Manuel quien dijo,
-Qué tiempos los pasados. Los echo de menos. Se lo quería decir a Susana pero la he perdido de vista. Hay tantas cañas en esta desembocadura. Y yo soy tan impaciente. Debo reconocerlo.
-¡Susana! ¡Qué buena mujer! ¡Cuánto trabajó!- dijo ella y no dijo más.
Así que Manuel salió a dar una vuelta. Con José no se iba a poder encontrar, pero tenía que salir. A airearse.
-Igual me encuentro a Susana- dijo con toda intención.
-Sí, a Susana vas a encontrar ahí fuera- pensó para sí ella.
Él, como no la escuchó, se fue.
Y no volvió.
Alguien llamo a la puerta y cuando ella abrió. El hombre que aguardaba pregunto,
-¿Está Susana?
-Francamente, no- dijo ella y se encontró una mano abierta en claro gesto de simpatía.
-Me llamo Adolfo- dijo él
-Adolfo rima con golfo- dijo ella y al tomar aquello como una confesión, se echó a reir.
Él se acordó en ese momentos de Lucía pero no lo dijo.
Ella adelantó su mano que ya no era delicada, sino pequeña, sólo pequeña.
-¿Qué tal?,  Elena- se presentó- ¿Qué desea?
-Quedarme.
-¿Cuánto tiempo?- preguntó Elena.
-Visto lo visto, lo que dure*- dijo Adolfo.
Ella se echó a un lado y lo dejó pasar. Al verlo entrar tan decidido, le dijo,
-Conoces muy bien la casa.
-Conozco muy bien muchas cosas- contestó y parecía un marinero cansado.
Ella preparó un té para ella y un café con miel para él.
-Elena- dijo- es un nombre bonito.
Salieron al balcón. Era una noche calurosa de verano. La humedad lo invadía todo. Los cuerpos sudados eran tan repelentes para otros cuerpos sudados como atractivos para los  mosquitos que veían en cada cuerpo sudado un charco en el que establecerse.
Acabaron sus líquidos, o casi, y fue ella quien dijo,
-Otro nombre más, quizás, o dos a lo sumo y ya está.
Él hizo algo que nunca había hecho y es dejar algo en el fondo de la taza, junto a los posos.
-Uno o dos, sí- dijo con naturalidad.
Sus hijos nunca supieron de estas historias, aunque por lo que pudieron observar mientras estuvieron en la casa algo sospechaban que pasaba. Nunca tomaron apuntes, ni lo mencionaron, ni hicieron nada al respecto. Ni pensaron que volvería a pasar.
Por eso, de hecho, siempre está pasando.

*Dicho popular que no se ha convertido en refrán por razones obvias: ”¿Cuánto dura el amor? Lo que dure dura”

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