viernes, 28 de julio de 2017

Un hombre



Era el último día de Julio. De Requena a Denia había una buena tirada, pero era una tirada agradable. Todo bajada, hasta el mar. Sólo habían visto el apartamento en fotografía. Lo iban a estrenar. La reciente crisis económica había hecho posible su compra.
Era un matrimonio bien situado, con dos niñas y una abuela, la madre de él.
-Veréis que playas más bonitas, largas, llenas de jóvenes con ganas de agradar- decía la abuela esa mañana.
-De meterte las manos en las tetas, seguro- dijo Alicia, la mayor, de doce años.
-Lo que a ti te gusta- contestó su hermana Mónica de un poco más de once años.
Se había respetado la abstención lo justo.
-Es la historia de nuestra vida- afirmó su madre, una mujer hermosa, morena, de treinta y seis años, con las trompas ligadas.
El hombre sacaba maletas mecánicamente. Fuera se oían puertas que se abrían y cerraban.
Vivían en una casa grande, en una urbanización apartada del pueblo, llena de casas grandes, y rodeada de viñas.
-Deberíais enfocar la vida con otro talante más conciliador y optimista.
La abuela era así. Decía conciliador y optimista. Incluso sabía cosas de escritores norteamericanos, compatriotas de Justin Bieber, de los que nadie había oído hablar nunca, ni tan siquiera la profesora de literatura del instituto. Flán de Ocón, o algo así, era el nombre de su preferida. Una invalida que se murió joven, les contaba.
-Imaginaos el vaivén de las olas, lamiendo la arena y vosotras dibujando en la arena mundos que sin esfuerzo  aquellas harán desaparecer sin esfuerzo y vosotras una y otra vez con el dedo insistiendo. Un poco como es la vida.
-En otro sitio me imagino yo los dedos- dijo la madre.
Las hijas se echaron a reír.
-Abuela, ¿Cómo puedes ser tan romántica?
Había dicho romántica pero seguramente quería decir otra cosa. Y no sólo por el desconcierto que les producía su forma de ver la vida.
Mientras su hijo estaba cargando la carreta, un lujoso automóvil de cuarenta mil euros que ella había contribuido a pagar, su nuera revoloteaba por la casa, cambiando cosas de sitio y pasando la escoba.
Las niñas jugueteaban entre ellas y movían cosas que su madre acababa de mover.
-Pues Pura y Pedro están ahora mismo bañándose en Marbella.
La hija pequeña preguntó,
-¿Por qué no hemos comprado el apartamento en Marbella?
La abuela intervino,
-Denia tiene más clase- dijo
-No es verdad- dijo la mayor- Marbella es la que más clase tiene.
-No confundas pequeña mía. Marbella tiene más dinero pero Denia tiene más clase.
El padre entró de vacío y salió con los últimos bultos, unas cajas de esas de fruta, cargadas de utensilios de cocina. Parecía ser la señal.
-Bien, ya está- dijo la madre- Podemos irnos.
Justo acabó de decirlo y se oyó arrancar un vehículo en la calle.
La abuela se levantó trabajosamente y arrastró con dificultad su maleta, detrás de sus nietas. La madre se quedaba haciendo lo ultimísimo.
Cuando llegó al coche, su hijo ya estaba pacientemente colocado al volante del coche, concentrado y paciente, como había sido siempre. Las niñas se peleaban por sentarse al lado de él.
-Soy la mayor- decía la mayor.
-La última vez fuiste tú, ahora me toca a mí- decía la menor.
-¿Qué última vez?
-Pues la última.
Ella entró y se sentó detrás, en el medio. El interior olía a piel y plástico. Era amplio y la maleta le cabía a los pies.
La madre llegó y puso orden.
-Tú a la derecha, tú a la izquierda. Deme la maleta- y se la quitó de las manos.
La colocó detrás.
Dejó también el bolso, un sombrero y un paraguas.
-Un paraguas, ¡Qué original!- dijo la abuela.
-Lo hace, porque si no lo coge seguro que llovería- dijo la pequeña.
El coche arrancó cuando la madre aún estaba arrellanándose  en el asiento y buscaba el cinturón.
La abuela había hecho ese recorrido cientos de veces, hasta que se casó. Después su marido nunca quiso saber nada del mar. Era cosa de la televisión.
Él era de tierra de vides y ajos. Ella se conformó. Lo amó menos pero se conformó.
Eso se lo había contado muchas veces a su hijo, hasta que llegó a una edad en que se puso a escuchar otras voces y lo cierto es ya nunca más volvió a oírlo. Sin embargo había sido él quien había buscado el piso y el lugar. También ella en esto había contribuido con su dinero.
Durante el recorrido iba anticipando el nombre de los pueblos hasta señalar la ciudad de Valencia a la izquierda justo cuando entraban en la autopista. Después el galimatías de carreteras y nuevas construcciones la despistó. Dejo de actuar como guía turístico y empezó a puntualizar como un cicerone,
-¿Os habéis dado cuenta de que hemos abandonado un paisaje de viñas para entrar en uno de naranjos, niñas? ¿Eso qué quiere decir?
-Que les gusta el zumo en vez del vino- dijo la pequeña
-Pues el de limón está muy amargo- dijo la mayor.
-Es verdad- dijo la madre, como si de pronto hubiera recordado algo- ¿Sabíais que la abuela cuando era rica iba todos los veranos a Denia?
A ella le sorprendió que lo supiera.
-Rica no, niña- dijo la abuela.
-Entonces, ¿Qué?- dijo la mayor.
-¿Qué de qué?- preguntó la menor.
-Que si no era rica, ¿Qué era?- contestó.
-No era rica cuando descendía hacia la mar, como nuestras vidas que son los ríos, era niña- aclaró la abuela.
-Ya estás con tus romanticismos- exclamó enfadada la pequeña.
Ella se preguntó dónde escuchaban esas cosas.
Pararon en un restaurante. La madre no las dejó bajar.
-Sólo pipi- dijo.
-Yo tengo hambre.
-Yo más.
-Seguro que estáis famélicas- aseguró la abuela.
-¿Famélicas?- preguntó la pequeña.
El marido ya estaba entrando en el local.
-Lo sabía- dijo la madre y sacó unos bocadillos.
-Sólo he traído dos- dijo, dándoselos a las niñas- Los mayores podemos esperar.
Por un momento sólo se oyeron estallidos mínimos de papel plata doblegándose de precipitación.
El marido volvió, se sentó y pareció que se limpiaba las manos en las perneras de los pantalones.
-Agua sí hay- dijo la madre.
-A ver si cuando lleguemos me sitúo- dijo la abuela.
Y después,
-O te sitúas, te lo conté tantas veces.
La pequeña le puso el envoltorio de papel plata, consumido el bocadillo, en la cabeza. La mayor de un papirotazo se lo quitó y fue a parar al regazo de su padre. Su madre se anticipó y lo cogió, aplastándolo entre los dedos.
-Ahora ni viñas, ni naranjos. Aquí se cultivan turistas- dijo la abuela, acababa de ver un letrero que indicaba Denia a diez quilómetros.
Las niñas se rieron a carcajadas. También la madre. La abuela miró a su hijo y se pregunto si estaba intentando recordar algo.
Miraba la pantalla del navegador.
-El mar- exclamó la más pequeña.
-Ahora la abuela dirá la mar- dijo la madre.
Y las tres volvieron a estallar en risas.
Estaban entrando en unan urbanización de edificios de tamaño medio. El coche aminoró la marcha y quedó pegado al borde de la acera, en una pequeña plaza, al lado de una entrada que ponía 11B.
-Hemos llegado- dijo el padre.
Todas las puertas, menos la del conductor, se abrieron y salió gente.
Algún vecino que paseaba se quedo mirando, con ganas de darles la bienvenida. Sacaron las maletas.
La madre se dirigió a la puerta del conductor.
-¿No bajas?
-Se me olvidó algo.
Empezó a maniobrar y cuando las tres quisieron darse cuenta el coche se perdía en la lejanía.
Ella se quedó pensando en qué era lo que podía haber recordado.

viernes, 7 de julio de 2017

Respuestas fáciles



Se anunciaba con un gran letrero en la calle,

TENEMOS LA RESPUESTA
¿ESTÁS PREPARADO PARA SER ESCRITOR?
ENTRA Y TE LO DIREMOS
                                                                                                                  SIN COMPROMISO


El “sin compromiso” estaba en letras más pequeñas y no se sabía si se trataba del Sr. Sin Compromiso o  de si el que anunciaba aquellos no se comprometía a nada o de si el que entraba no adquiría ningún compromiso por entrar a consultar. O sea, verdaderamente sin compromiso, se refiriese a lo que se refiriese.
Era una  librería de viejo y claro, la ironía, la burla, el sarcasmo, el cinismo, que envejecen muy bien podían estar almacenados allí dentro con más garantías que el amor, la verdad y demás palabras esperanzadoras que llevan muy mal la solera. Son como el vino joven, mejor que lo bebas en su tiempo.
Pero entré.
En estas librerías siempre te encuentras a un hombre derrotado, por lo menos. O es el que atiende a los clientes o es un cliente. Nunca  eso me ha decepcionado. Jóvenes lozanos, de uno u otro sexo, jamás he visto. A lo más un joven viejo, que ya es un derrotado precoz.
-Ese anuncio de la entrada, es cachondeo, ¿No?
El hombre levantó la vista y no contestó.
Pensé que no sabía con qué intención se había escrito aquel letrero pero cachondeo poco.
Me desentendí de él y me puse a revolver un poco los libros. Mientras me decidía.
Cuando lo hice volví a plantarme delante de él,
-Quiero hacer la prueba- le dije.
-Usted no es escritor- me dijo.
-¿Ya me la hizo?- le pregunté.
-Se le ve enseguida, con sólo mirarlo- me contestó.
Volvió a embeberse en una libreta con un texto de una letra que hasta Robert Walser hubiera tenido problemas para escribirla.
-Es imposible que pueda usted leer esa letra- le dije.
-No estoy leyendo, lo finjo para ver si usted se va- me confesó.
Y volvió a inclinarse sobre las líneas imposibles.
Así que volví a las estanterías. Me dije que si en cinco minutos no encontraba un ejemplar de “La colmena” me iba y que si lo encontraba le sacaría aquel hombre una respuesta.
Al minuto y cuarenta segundos encontré dos ejemplares. Los cogí y fui con ellos en peregrinación hasta el hombre esfinge.
Se los puse delante,
-Es la última vez que lo intento. Usted verá.
Señaló los dos ejemplares y me dijo,
-¿Y eso?
-Un juramento- le contesté.
-¿Se los lleva?
-No, ya le ha dicho que era un juramento- insistí.
-Imagínese por un momento- dijo con cara de cansancio- que es usted un escritor muy prolijo y muy dotado, sus textos tienen una calidad incontestable, los entendidos que han leído fragmentos de ellos están admirados, le animan a que los presente a las editoriales, a que los publique.
Tiene, según todos los cálculos hechos y aceptados por unanimidad, entre sus textos diez o doce éxitos grandiosos, que si se da prisa le pueden llevar al premio Nobel. ¿Me entiende?
Le digo que sí.
-Pues bien, un día de tormenta, cae una lluvia tremenda, con aparato eléctrico y a causa de un rayo que cae sobre su casa, esta se incendia. No se preocupe, aquel día usted y su familia han ido a la playa y no les pasa nada, pero sus manuscritos se han convertido en ceniza. Han desparecido.
Me mira,
-¿Y no guardo ninguna copia?
-No, ni una. Y además es incapaz de reescribir lo perdido. Ni una línea. Todo es irrecuperable.
Hace una pausa. Larga.
-¿Qué piensa?- me pregunta al fin.
-¿De qué?
-¿Qué piensa ante esa situación?
-¡Qué putada!
Parece no tener bastante.
-¡Me cago en Dios y todo lo que se menea! Se ha ido a tomar por el culo todo lo que me iba a hacer famoso y rico, el Nobel, quién sabe cuántas amantes, cuanta admiración, cuantas veladas con otros escritores geniales y famosos. ¡Joder, qué mala suerte!- digo esto último a grito pelado.
No hay nadie en la librería pero algunos transeúntes que pasan por la puerta miran hacia el interior.
Me quedó observándolo,
-¿Bien?- lo interrogo.
-¿Volvería a escribir o lo dejaría para siempre?- me pregunta.
-¡Ah, ya lo cojo!- digo- Si ahora le contesto que sí volvería a escribir, me dirá que soy un auténtico escritor y si le digo que no, que no volvería a escribir jamás, me dirá que no soy más que un escritor de domingo.
-Claro, ni más, ni menos- me contesta.
Y volvió a inclinarse sobre las diminutas letras.
Cogí los dos libros de Cela,
-Los voy a poner donde estaban.
Ni me miró.
Los coloqué en su sitio y me dirigí a la salida.
-Y quite esa mierda de letrero de la puerta.
No me giré.
Me pregunté si estaría mirándome como lo hacía con la microescritura.
Al salir tropecé con una pareja, estaban discutiendo,
-Sube, hombre sube- rogaba ella.
-Ni hablar, no subo a ese antro a que me diga esa bruja si voy a ser escritor o no- contestaba taxativo él.
Lo que me pasa por culpa de los libros. Pensé.
Miré para atrás. Se iban.