Ella salía todas las mañanas a las seis. Invierno o verano. Primavera u otoño. A barrer el trozo de acera que correspondía a su casa. Después ponía botellas de agua de litro y medio adosadas a las paredes de las fachadas. Estratégicamente colocadas.
De todas las casas que se podían ver por el pueblo era la
única que tenía botellas de agua. Bueno, había alguna más, pero tenía una o dos
botellas como mucho.
Aquella casa tenía siete botellas de agua de medio litro a
lo largo de las fachadas que hacían
esquina. Cuatro en un lado y tres en el otro, donde estaba la puerta de
entrada.
Para que no mearan los perros.
Y los perros no meaban.
Son de esas cosas que un día descubre uno, no se sabe cómo,
y después mucha gente copia. Sin más. Como si algún perro lo hubiese ido
contando por ahí.
Todos los perros conocían aquella casa.
Al pasar frente a ella se interrumpía el particular dialogo
que mantienen estos animales con las meadas.
Es como si los obligaran a callar.
Los perros huelen, ladran y mean.
Es más a más. Tienen los cincos sentidos y entablan
comunicación de formas complementarias de las que nosotros no disponemos.
Por eso hablamos.
Al hablar, los otros mecanismos de comunicación se han ido
atrofiando.
Yo hablo poco.
Por eso, creo, me molestaba tanta botella. Y aquella manía
de limpiar la acera por donde pasaba un montón de gente.
Gente hablando, diciendo cosas.
Por eso, quizás, no caían en que era una zona donde no se
meaba.
Para mí una zona doblemente silenciosa. Así la veía yo.
Estoy seguro que para los perros era un lugar señalado del
pueblo. Se perdía toda espontaneidad. Era un lugar exigente.
Como cuando vas a un museo, que no puedes gritar o hablar en
voz alta, o a una fiesta de gala, que tienes que ir de etiqueta.
Aquello era terreno conquistado.
Por eso cuando se murió a mí me fue imposible trasladar a su
marido mis condolencias.
Me quedé a la expectativa.
Hasta que vi como las botellas iban desapareciendo. Unas,
las tiraba el viento y se iban rodando. Otras, sucumbían a las patadas de los
niños.
Además el viento traía hojas, restos de plástico y papel que
se quedaban, o no, un tiempo en aquel trozo de acera.
Un día vi a un perro que se detenía sorprendido, olisqueaba
y echaba una meada. Después lo hicieron otros perros.
Era una tierra libre.
Entonces fue cuando al ver a su marido le di el pésame.
Me miró sorprendido.
No sé por qué.
Al fin y al cabo era como poner botellas de agua.
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