-Y entonces llegaban los
cocodrilos y se lo comían.
Después su padre lo arropaba, le
daba un beso y se despedía.
-Que duermas bien. Te dejo la lámpara
encendida por si tienes que ir al baño.
Se trataba de un niño desobediente,
que siempre hacía lo contrario de lo que le decía su padre divorciado. Incluso
cuando iban al zoo.
Casi todos los domingos lo hacían. Llegaban por la mañana con sus
bocadillos. Se acercaban a la cafetería tras haber comprado las entradas. El
padre se tomaba un café con leche, fumándose un cigarrillo. El niño intentaba
abrir la mochila para comerse el bocadillo pero el padre le decía,
-No, el bocadillo para después-
y le compraba un cruasán.
Al padre le apasionaban las
serpientes.
-Pero están dormidas, papá.
-Sí, pero cuando despiertan son
espeluznantes.
El niño se aburría.
Más tarde iban a ver los
cocodrilos. Se tiraban minutos y minutos delante de ellos.
-Pero si están muertos, papá.
-Eso te parece a ti. Mírale los
ojos. No te pierden de vista- le decía el padre.
Cuando llegaba la hora de comer
se acercaban al foso de los mandriles y sentados en el borde se comían los
bocadillos.
-Papá, ¿qué le hace aquel
mandril fuerte al otro pequeño?
-Se lo está follando, hijo.
Cuando terminaban de comer
volvían a las serpientes y a los cocodrilos.
Como colofón del día y ante la
insistencia del niño pasaban a ver los gorilas.
Escuchaba a su padre contar
aquel cuento tan raro y le parecía que seguramente lo hacía porque ellos nunca
iban al zoo.
-Pero un día, resulta que
durante el bocadillo, en la mesa de al lado, estaban comiendo unos platos
combinados una mamá y sus dos hijos, una niña de tu edad, y un niño un poco más
pequeño.
Entablaron conversación y cuando
quisieron darse cuenta el niño desobediente había desaparecido.
¿Qué había pasado?
Pues que el niño hizo como cada
domingo. Vio que las serpientes seguían durmiendo y que los cocodrilos seguían
muertos.
Aunque si están muertos, ¿por
qué no los entierran?, pensó el niño desobediente.
Y ni corto ni perezoso, salto el
antepecho que lo separaba del foso de los cocodrilos y se inclinó a tocarlos.
-Y entonces llegaban los cocodrilos
y se lo comían- decía él.
Después su padre lo arropaba, le
daba un beso y se despedía.
-Que duermas bien. Te dejo la
lámpara encendida por si tienes que ir al baño.
-¿Por qué lo dejo irse?
-¿Cómo dices?- preguntó el
anciano.
-¿Qué por qué se descuióo y el
hijo se fue a ver los cocodrilos? Sólo estaban los dos.
El anciano se rió pícaramente.
-¿No te acuerdas de quién había
en la otra mesa? Una madre con sus hijos- lo miró buscando complicidad-
una madre sola, un padre divorciado…….no eres un crío.
-Y entonces llegaban los
cocodrilos y se lo comían- dijo él.
Arropó a su padre y le dio un
beso.
Se complacía cada domingo, al
irse, pensando en la excelente calidad de aquella residencia. La calefacción,
la limpieza, las luces de emergencia toda la noche encendidas.
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