Dios me creó para niño...... ¿Pero por qué dejó que la Vida me golpease y me quitase los juguetes, y me dejara solo en el recreo, estrujando con mis manos tan débiles la bata azul sucia de lágrimas copiosas?. Fernando Pessoa
Aquella tarde en la que empezó a sentirse perdido nadie había vuelto a casa. Solo él estaba sentado en el sillón de su padre, preguntándose por qué a esa hora su casa no era la suya. Debía estar escuchando primero al profesor de matemáticas y después al de Física, aquel día de la semana, como todas las tardes, menos aquella.
Llovía fuertemente y las salas de la planta
baja del edificio donde se ubicaba el colegio se habían inundado. Imposible dar
clase. Imposible en la alteración del
momento, que todo lo que debía fluir ordenadamente lo hiciera. No había
autobuses, no había padres, y no había tranquilidad para tomar decisiones.
Así que se vio parado, de pie, delante de su
casa, diciendo adiós a un coche que creía recordar haber visto aparcado alguna
vez enfrente de la escuela y al que subía su profesora de francés, que sin
embargo para llegar hasta su casa había sido conducido por una persona que
no conocía.
El coche, la persona desconocida que lo
llevaba y dos compañeros más desparecieron en la esquina de la calle.
Miró la puerta cerrada de su casa y recordó
que al llegar ante ella cada tarde con Emilia, ésta se agachaba y hurgaba en
unas macetas. Lo hizo y encontró una llave.
Abrió la puerta y no había nadie.
¿Dónde se van todos cuando él no está?
Subió a su habitación y le tranquilizó ver
todo aquello que le era familiar. Después recorrió cada estancia y toda la casa
le pareció una copia de la suya, una copia perfecta en la que faltaban los
muñecos, ellos, pensó.
Bajó al salón y se sentó en el sillón que
siempre ocupaba su padre. Estaba convencido de que era otra casa. Se acordó del rincón. Se aburrió un rato más
y después, con su mochila y su abrigo, se escondió en él.
Debió quedarse dormido porque el primer ruido que recuerda le hizo abrir los ojos.
Debió quedarse dormido porque el primer ruido que recuerda le hizo abrir los ojos.
Su madre y Emilia entraban riéndose. Su madre
se quitó el abrigo y lo tiró sobre el tresillo, se volvió hacia Emilia y le
ayudó a quitarse una trenca de color gris que ante había sido suya. Pero algo pasaba porque se demoró en quitarle
la prenda y parecía como si su madre tropezase y se cayese sobre Emilia. No
parecía ser grave, pues seguían riéndose y diciendo frases que él no entendía
bien, solo palabras sueltas como tarde, perfecto y rato. Todo parecía ir bien,
porque en agradecimiento de quitarle el abrigo, Emilia le dio un beso a su
madre, de la misma manera que hacía su padre.
Después sucedió algo inaudito. Emilia le dijo
a mi madre que preparase un té. Era imposible aquello, pensó. Desaparecieron
hacia la cocina y ya solo oía. Oía risas, tazas y cucharillas y chasquidos
extraños que no sabía muy bien de dónde procedían.
Apenas podía concentrarse en lo que pasaba,
la idea de que Emilia le dijese a su madre lo que tenía que hacer le
trastornaba. De pronto el mundo se había vuelto al revés.
Estaba intentando asumir aquel vuelco de la
realidad cuando entró su padre. Sus pisadas duras y decididas lo pusieron al
alcance de su mirada mientras dejaba el abrigo en el perchero. Metió la mano en
los bolsillos del abrigo de su madre y hurgó en ellos, buscando algo. Sacó unos papeles y les echaba un vistazo
cuando oyó el taconeo de su madre y los
volvió a dejar precipitadamente.
-Hola, cariño – oyó a su madre.
-Hola princesa – contestó mi padre.
Se besaron como Emilia la había besado y acto
seguido su madre dijo:
-Emilia, nos traes los tés al salón, por
favor.
-Enseguida, señora – se oyó desde la cocina.
Al cabo de unos minutos, pasó delante de él
Emilia, con su uniforme, camino del salón, cargada con una bandeja y el servicio
de té.
Algo le picaba en el culo, porque dejó la
bandeja sobre el mueble del vestíbulo, se subió la falda y se rascó en una de
las nalgas. El vio como ella no llevaba nada debajo. Volvió a coger la bandeja
y desapareció.
-Hola, Emilia – oyó a su padre.
-Hola, Señor – oyó a Emilia.
En la calle arreciaba la lluvia y pensó que
también aquella casa que parecía la suya
se podía inundar y entonces alguien lo llevaría a otro sitio donde lo dejaría y podría seguir viendo cosas
extrañas.
Volvió a pasar Emilia camino de la cocina y
oyó la puerta que se abría de un empujón y entraba su hermano acompañado de una
amiga que ya había venido más veces.
Entraron resoplando y empapados. Se aproximaron al rincón, mientras
saludaban.
-¿Hay alguien?- dijo mi hermano.
Del salón contestaron y de la cocina también,
pero nadie salió.
Se quitaron los impermeables y los dejaron
colgando en una percha que había sobre la puerta del rincón donde estaba. Se
quedó a oscuras.
Su hermano le decía algo a su amiga, mientras
se reía,
-¿Tomamos un café y nos duchamos? ¿O nos
duchamos y merendamos?
Su amiga le dijo:
-Siempre estás con lo mismo.
-¿Con el té, quieres decir?- contestó mi
hermano riendo.
-Sí, con el té, narices – dijo su amiga.
Y subieron a su habitación. Aquel joven se
parecía a su hermano pero no era él. No le gustaba el té y jugaba con él partidas larguísimas a la Wii,
diciendo cosas como “ánimo chaval”, o
“atento chaval, que te voy a destrozar”, y no se reía como se había reído.
Estaba cavilando y tratando de encontrar un
asidero que le permitiese afianzarse en cualquier tipo de certidumbre de lo que
le estaba pasando, cuando volvió a oír la puerta. Esta vez entró el único que
faltaba, si se exceptuaba a él, que estaba pero no estaba. Se trataba de su
abuelo. Su abuelo era más que viejo, según decía él mismo, su abuelo era puro
pellejo. Entró tambaleándose, como
siempre, ensimismado y cabeceando, sumido en algunas de sus manías que decía su
madre.
A pesar de estar lloviendo no venía mojado y
dejó el paraguas cerrado y seco colgando por la empuñadura en una alcayata en
la que debía haber un cuadro. Siguió en silencio, sin saludar a nadie, hasta
que se tiró un pedo. Más que un pedo era una ristra de pedos, una
ametralladora; y no estaba en el cuarto de baño, como mandaba su madre. Después
eructó y por último se hurgó en la oreja mientras se sentaba en una silla del
vestíbulo.
Después de toda esta actividad, de pronto se
detuvo y ya no hizo más movimientos. Parecía una estatua. Se oía el murmullo en
el salón, algún ruido metálico en la cocina y golpes sordos en la habitación de
su hermano. Su abuelo manaba silencio y ya
era la hora en que Emilia debía salir para ir a buscarlo al colegio.
¿Estaría allí él, esperando?
Imposible. Imposible ¿qué? Todo, se dijo.
De pronto se le ocurrió que podía hacer algo. Salir
corriendo para el colegio y esperar la llegada de Emilia. Esta llegaría hasta
él y al producirse el encuentro todo recuperaría su aspecto habitual, el que él
conocía.
Recuperaría a su familia tal y como eran, y
no como aquella desviación hacia maneras nunca vistas.
Sin él, aquella casa estaba incompleta, sin
rumbo.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Miró a su abuelo, estatificado y se preparó
para salir corriendo al punto de cita con el mundo de siempre, del que se había
visto arrojado seguramente por la lluvia.
Estaba abriendo la puerta de la calle cuando
oyó a Emilia decir:
-Hombre, jovencito, ya estás aquí hoy.
Entonces, a pesar de no tener miedo, supo que
estaba perdido.
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