Viajó a la primera capital de provincias que se le ocurrió.
Estando en Madrid, eso abría muchas posibilidades. Y quería algo más íntimo,
más provinciano. Cómo le gustaba es apalabra. Se había quedado con todo el
sabor del pasado.
Al llegar, sin maleta, sin ropa, sin el estuche de aseo,
sólo pensó en buscar un hostal por el centro. Con presentar el DNI estaba todo.
Lo de no llevar equipaje no despertaba sospecha.
Al quedarse solo en la habitación todavía no sabía que
haría. Visitar algún museo, ir a la biblioteca o dar una vuelta por la calle de
las putas.
Pero un recipiente, que parecía para flores pero no era un florero,
que tenía fotos de negritos sonrientes y agradecidos, le dio una idea.
Antes de salir a pedir decidió poner la televisión para ver
si la idea se precisaba o si tenía que poner algo de su parte.
Y sí que se precisó.
Hablaban de corrupción y de atentados. Y de pedofilia.
Decidió que lo de los atentados era más proclive. No se
corrompe a todos y la mayoría de adultos ya no están en edad de ser víctimas de
un pedófilo.
Así que salió como pudo, con el recipiente en la mano y se
fue a pedir a una plaza de aquella ciudad que decían que era muy famosa.
Bueno, a pedir no.
No iba a ir de mendigo, no. Iba air de activista. Se colocó
en una de las esquinas, admirando los porches y a la vez demostrando humildad,
esa actitud tan bien recibida, sobre todo cuando se confunde con la sumisión.
Ponerse en el centro hubiese sido muy arrogante.
Estiró el brazo y empezó con la cantinela,
-Una donación por las víctimas de los últimos atentados. Una
donación, sea usted solidario.
Había apostado consigo un millón de euros a que nadie le
preguntaría de que atentados hablaba y mucho menos de qué organización se
trataba.
Los que no le iban a dar nada, ni le mirarían, y los que le
iban a dar, ya estaban convencidos. Entre medias no había nada. Ni nadie.
Alguien le dio un billete de cinco euros, aunque lo que más
se oía era el tintineo de las monedas de un euro. Un euro. Ciento sesenta y
seis pesetas con trescientos ochenta y seis milésimas de peseta. Antes del euro
nadie le hubiera dado ciento sesenta y seis pesetas con trescientos ochenta y
seis milésimas de peseta. Hubiera sido imposible, incluso materialmente.
Para que lo tengan en cuenta los que dicen que con el euro
no hemos adelantado nada.
Había calculado cuatro horas pero en dos ya tenía la suma
que precisaba. Cien euros. Para comprarse algo de ropa, un cepillo dentífrico y
pagar una noche de hostal. ¡Ah!, y comer.
Después de ducharse y charlar un rato con el conserje, se
enteró de donde se comía barato, salió a la calle convencido de la buena
decisión que había tomado.
En el restaurante pegó la hebra con una pareja de jubilados.
Les dijo que era escritor y que estaba escribiendo sobre una historia harto
original. Les contó lo que había hecho desde que salió de casa, añadiendo que
el protagonista era catedrático de psiquiatría y que se tomaba la vida como un
taller en el que hacer pruebas.
Pero no les dijo todo, llegó justo a cuando el protagonista
entra en un restaurante que le había aconsejado el conserje del hostal en el
que se hospedaba y después pegaba la hebra con una pareja de jubilados. O
quizás podía haber continuado. A veces vivimos y no sabemos qué.
Les encantó y se rieron mucho con la reflexión del euro y
con el atrevimiento del psiquiatra.
-¡Qué locos están algunos psiquiatras!- dijo él que había
sido carpintero toda su vida y que ahora jubilado se dedicaba a la marquetería.
Le invitaron a la comida, por lo que su mujer se permitió
decir,
-¡Y anda que los escritores, sí que estáis locos!
Casi sin conocerse, sin haber follado y sin ninguna otra
base para decir tal cosa.
Me despedí y les pregunté qué iban a hacer,
-Haremos el equipaje y nos vamos. ¿Y usted?
-Yo voy a pedir otro rato.
Se rieron.
Esta vez me puse en la calle más comercial. La ciudad es
pequeña y algunas personas me reconocieron de la mañana. Dos días más pidiendo
y sería “ese de la ONG que está recogiendo dinero para las víctimas de los
últimos atentados”
En una hora tenía sobre unos doscientos euros.
Todos limpios.
Pensé en el día siguiente y ya me veía plenamente aceptado,
quizás invitado a alguna reunión de organizaciones no gubernamentales y cosas
así.
Por lo que volví al hostal, cancelé mi habitación, pagué y
le dije al conserje que dejaba mi cepillo y el dentífrico sin usar en la
habitación. Por si quería aprovecharlo.
Fui a la estación y cogí un autobús de vuelta a Madrid.
Con las pilas cargadas.
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