-¿Por qué medicina? No hay ningún médico en la familia, no
sabemos cómo funciona ese negocio. Si fueses para economista o para abogado.
Pero médico. ¿Por qué tú?
Se quedaba mirándolo, esperando una respuesta.
En vista de que no la había, seguía,
-Además, ahora mismo y en estos años pasados, no ha habido
ninguna serie de médicos famosa. De abogados sí, unas cuantas. Pero de
hospitales no. ¿Por qué tú?
Así era su padre, no como un mercachifle que compra a un
precio y vende a otro un poco más alto si puede, buen negocio; al mismo,
negocio en precario; a uno más bajo, negocio ruinoso. Su abuelo sí lo había sido, su padre no. Pero debía
llevarlo en los genes.
¿Lo tenía él?
Dijo lo más tonto,
-¡Para ayudar a la gente!
Con ímpetu, en plan exclamación.
Después, cuando ya llevaba un tiempo en la facultad, lo
volvió a decir. Delante de los restos de una persona que ya había sido
despedazada con alevosía, nocturnidad y a tope. Se lo dijo con la voz interior,
a si mismo, más bien se lo preguntó,
-¿Para ayudar a la gente?
Lo intentó con los compañeros, con unos cuantos, y le
salieron con unas cuantas respuestas, ni una más ni una menos. O sea, que para
él había una, en exclusividad.
Pero, ¿Cuál era?
-Si todos se mueren, ¿Para qué lo haces?- le dijo al
enterarse de lo que estudiaba y de que estaba a punto de acabar.
-¿Tú también?, parece mentira- le contesto con pesar y
rabia, viéndola tan turgente y hermosa, sabiendo a ciencia cierta lo que
discurría por su interior y lo que de vez en cuando expelía por los diferentes
agujeros que tenía y por alguno de los cuales en aquel momento estaba deseando
entrar.
Buscaba respuestas y apenas sabía formular las preguntas,
aunque igual no era una pregunta y era todo un sistema de variables
parametrizadas por la cotidianidad, esa herramienta aniquiladora de la
existencia.
Fuera lo que fuese le inquietaba siempre.
¿Cuáles eran sus razones?
Un día, debatiendo sobre el tema, y ante la pregunta que le
había formulado, un compañero le contestó,
-¿Mis razones? No sé, siento que ayudo, que tengo una
función en la sociedad. Curo a los enfermos.
Al verle la cara de decepción, añadió,
-Pero no te creas, tampoco es seguro. De hecho llegué a la
facultad por eliminación. Esta no me gusta, esta tampoco, esta tampoco, hombre,
probaré medicina. ¿Por qué? ¿Por las enfermeras?
Y un tercero que escuchaba,
-Las enfermeras, pero no de cualquier manera. Las enfermeras
en plan sumisión. Tú eres el jefe, tú mandas. ¡Quítate el uniforme!
Uno de letras, con la licenciatura a cuestas, compañero de piso en su momento y de vida en este, que
casi nunca decía nada que tuviese un argumento al que agarrarse aclaró,
-Quevedo odiaba a los abogados y a los médicos, aunque creo
que lo que realmente odiaba era esa situación de dependencia en que te pone la
vida y lo personalizaba en esas profesiones que necesitas sin posibilidades de
rechazarlas sin grandes perjuicios para ti.
-Cómo subirse a un avión- aseguró alguien.
-Sí, como subirse a un avión por cojones. Nada de coches, ni
trenes, ni barcos. Sólo aviones y el piloto esperándote.
¿Era eso?
No ver a sus pacientes como seres enfermos, necesitados de
ayuda, sino como seres desvalidos que dependen de ti.
Como el dependía de ella.
¿Ella lo veía así?
-Tú me quieres por la misma razón que yo practico la
medicina.
Acababan de follar y ella le contestó,
-Casi prefiero que te duermas.
Miraba a los colegas intentando adivinar algo, ¿Se hacían
preguntas ellos?
-Tu abuelo se muestra imposible con los médicos, podrías ir
a verlo tú- le pidió su padre.
-¿Imposible?
-Sí, los odia. Se le nota, se ponía así cuando no cerraba un
buen negocio. Tumbado entre goteros y sabanas blancas y parece estar haciendo
un negocio ruinoso, como si estuviera perdiendo dinero.
-Pero si no paga nada.
Su padre lo miró,
-No estoy hablando de eso
-Pues, ¿de qué hablas?
Su padre volvió a lo de entonces,
-Medicina, ¿Por qué tú?
Casi lo tenía, notaba que estaba llegando a algo. Iría a ver
al abuelo.
No le pusieron pegas, le enseñaron informes, resultados de
análisis, alguna radiografía. No había por donde cogerlo. No estaba enfermo de
nada y lo estaba de todo. Estaba viejo.
¿Cuánto? No se sabe. Una semana, un año, ahora mismo, es una
cadena de vida y va a durar lo que dure su eslabón más débil.
Le pareció una gilipollez pero su colega estaba buena y se
lo perdonó.
-Hombre, tú por aquí- le dijo al verlo.
Lo beso de manera fría. Nunca se habían llevado bien.
-Dice tu hijo que maltratas a los médicos.
-No entienden nada.
-¿Qué es lo que no entienden?
-Nada.
-Así no me vas a vender algo que merezca la pena. Me voy a
ir como vine y tú con el almacén lleno.
Se echo a reír. Viejos tiempos.
-A tu padre le jodía especialmente esa parte. ¡Qué buena
memoria!
Hizo una pausa,
-Me voy a morir, eso lo sé. Y nadie, ninguno puede hacer
nada. ¿Qué medicina necesito? Ninguna. Y ninguna me dan, vienen aquí ejerciendo
su poder, exhibiendo su salud, alegrándose por dentro de no ser viejos como yo,
echándose miradas de lubricidad los unos a las otras y viceversa. Y en todo
esto, ¿Qué vendo yo? Muerte. O quiero vender porque nadie la compra. Ni aunque
la regalase. ¿Dónde estoy yo? ¿Dónde mi poder?
Otra pausa,
-No tengo nada que ofrecer.
Cerró los ojos.
-¿Es así cómo me ves?
Los abrió,
-¿Te veo? Es así como somos. Mira, hijo, he pasado toda mi
vida detrás de un mostrador y todos y cada uno de los que entraban en la tienda
traían su poder y yo estaba allí con el mío, dispuesto a la batalla, a la
guerra de cada día, de la vida. ¡Cuántas gané!
Hizo una pausa para respirar.
-Pues todo es así. Todo.
Respiró otra vez.
-Todo. De verdad.
Añadió,
-Porque la vida no aceptaría otra cosa. Abogados,
arquitectos, políticos, médicos, poder.
Se quedó en silencio.
Alargó la mano y le acarició el escuálido brazo.
-Me ha alegrado tu visita y me ha sorprendido. ¿Cómo es que
has venido?
Le sonrió en señal de agradecimiento por no recordar que era
médico.
Se despidió de él y bajando la escalinata del hospital se
preguntó si había alguna otra cosa en la vida que no fuese ejercer la medicina.
En el amplio sentido de la palabra.
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