En nuestra casa es cuando mejor estamos. Hemos pasado de
andar erguidos la mayor parte de nuestro tiempo dentro de sus cuatro paredes, a
casi no dejar de andar a cuatro patas todo el tiempo que estamos en nuestro hogar.
Mi esposa ya no tiene dudas y ahora que se encuentra
embarazada estoy empezando a convencerla de que cuando nuestro hijo, será niño,
nazca, no debemos obligarle a erguirse. Empezará a gatear y debemos alentarle
en ese gateo. Que no sea esa la primera iniciativa que le frustramos,
obligándole a ponerse de pie. Que crezca gateando. Vernos a nosotros a cuatro
patas alentará su propósito.
Será, y es un punto crucial de mi argumento, un nuevo ser
para una nueva humanidad.
No sé cómo compaginar ese plan con el hecho de que deberá
convivir con el resto de la sociedad sin tener esa capacidad de simulación que
nosotros sí poseemos.
Es algo en lo que tengo que pensar.
Los primeros pasos, en este caso gatéos, je, je, para cada
nueva época que se le ha abierto al ser humano nunca han sido fáciles. Nuestro
deber, como padres, es dejarle el camino al menos indicado. Luego él tendrá que
transitarlo, ensancharlo y quién sabe, si engrandecerlo para todo el resto de
seres humanos.
Muchas veces he sentido la tentación de comunicárselo a
algunos de nuestros amigos. Empezando como si fuera un juego, pero no me he
atrevido.
De hecho jugando fue cómo involucré a mi esposa. Y jugando,
seguramente, es como arraigó en mí. O no.
La verdad es que la primera vez que tengo la sensación de
que algo extraño me pasa es muchos años después de que todo se iniciara. O eso
pienso, porque como ya he indicado tampoco estoy muy seguro.
Buceando en mi niñez, encuentro, entre los seis y los ocho
años, las tardes que pasaba con mi padre viendo los programas de animales de la
dos.
El tenía dos trabajos, uno por la mañana, y otro, al
comienzo de la tarde hasta media noche. Aquel lo desempeñaba en un almacén y el
segundo en una Iglesia. Era una religión privada, Los Padres de la Salvación
Omnisciente y Eterna, PSOE. De verdad. Tenía varios polos, unos de manga corta
y otros de manga larga con las siglas cosidas. Era una religión de procedencia
sudamericana. Llevaban a cabo el apostolado en casas de seguidores. Abjuraban
de las iglesias. Para ellos era como volver al pasado. Mi padre hacía de
acólito. Sólo tenía que estar. Un creyente blanco, rubio, del país, daba
credibilidad. Había varias personas en esa situación. Es lo que se rumoreaba,
porque entre ellos no se conocían. Es lo que le contaba a mi madre mientras
comíamos. Decía que era un trabajo muy cómodo pero yo me daba cuenta de que
cuando lo decía se ponía algo incomodo. Mi madre lo miraba de reojo.
Era después de comer
que yo lo tenía todo para mí. Nos íbamos al sofá, ponía la segunda cadena de la
televisión pública, se tumbaba en el sofá y yo me arrebujaba entre sus brazos.
Al cabo de unos minutos la monótona voz del locutor que iba narrando las
vicisitudes por las que pasaban los animales se entremezclaba con los ronquidos
de mi padre. Era un tiempo sereno, cálido y a salvo de todo.
Las imágenes eran como las maquinaciones de un mago que
quisiera encandilarte mientras está tramando su truco delante de mis ojos hasta
que sonaba la alarma y mi padre se desperezaba, dispuesto a hacer de creyente.
El día continuaba en la tarde y los deberes me absorbían.
¿Quién dice que no fue en esas tardes cuando se quedó fijada
en mí para siempre las grupas de aquellas hembras que desfilaban por páramos,
sabanas, ríos y lagos? Leonas, tigresas, panteras, incluso elefantas, hienas,
hipopótamas y focas, todas moviendo sus grupas fijando en mi subconsciente su
cualidad de género. Todas en un momento u otro con sus crías arrastras.
Muchas veces lo he pensado si no fue en esos momentos, que
mi masculinidad, aún flotando en la inopia, le echó un vistazo a aquellas
hembras y ya nunca las olvidó.
Porque yo conscientemente nunca he tenido ningún pensamiento
en ese sentido.
En mi adolescencia y en mi despertar del deseo sexual no
tengo sensación de sentir otra cosa que ese típico cosquilleo al empezar a
fijarme en que las que antes de ayer eran niñas de ojos traviesos ahora eran
niñas de ojos que te atravesaban, que te miraban reveladoras, haciéndote
participe de los recientes descubrimientos que habían hecho en sus cuerpos y
que sólo podían dejar que intuyeras bajo su ropa incapaz. El corazón se volvía
loco, como cuando como un rayo ibas detrás de la pelota o huías como un
criminal delante del adulto de turno que te perseguía tras una travesura.
Después todo se fue concretando y como ciegos manoteando íbamos encontrando el
camino, en dirección a aquellas tetas calientes y acogedoras, o aquellas
entrepiernas de hallazgos inesperados. Y entonces ya los sueños no se acababan
en el preciso momento, si no después, cuando ya el conocimiento había tirado
otro trozo de pared.
Pero nada me indicaba otra cosa. Ni tan siquiera los
comentarios de los amigos me sonaban ajenos. Eran los míos, eran mis
sensaciones. Bueno, miento, en esa época en la que las preferencias de cada uno
se iban perfilando, a mí de todo lo que una amiga me podía ofrecer era el
bamboleo pronunciado de sus caderas lo que más me atraía. No había sonrisa, ni
gesto, ni voz, ni pecho que pudiera compararse al atractivo de unas caderas
incitadoras.
El movimiento felino.
Pero a otros también les pasaba.
En mi primera experiencia sexual completa sucedió que la
precipitación, la inexperiencia, el miedo, sólo dio para una eyaculación.
Cuando ella se ofreció, la tome como vino, pero recuerdo el roce de sus nalgas,
como la sujete y quise eternizar el momento, asiéndome a sus pechos y aspirando
e l olor a leona de sus cabellos.
Creo que fue por aquellos días que aquel recuerdo que yo
quizás he inventado, o adornado, que se había quedado almacenado en mi
subconsciente despertó. Enraizado en aquella placidez que los brazos de mi
padre me procuraban, en la voz calmada del locutor, en las imágenes siempre
salvajemente naturales, aquel recuerdo de las hembras de los animales se
convirtió en mi objeto del deseo. Y ahora florecía empujado por mis apetencias.
Yo quería aquello.
Y así en mis siguientes escarceos las posturas adoptadas
terminaban indefectiblemente e n la denominada a “cuatro patas”. Muchas veces
de una forma perentoria que hacía que mi compañera de turno pusiera cara de extrañeza,
picardía o escándalo, según. Pero no se oponían. Seguramente algo primigenio
también asomaba a sus sensaciones.
Cuando alguna de estas compañeras se convertía en habitual,
mi predilección que ya era una evidencia palpable era aceptada casi con fruición,
pues mi entrega era absoluta. Se retorcían de placer cuando yo detrás
olisqueaba y lamía sus partes con algo más que pasión. O arqueaban sus espaldas
de forma prodigiosas buscando más de mí al sentir que sobre ellas parecía estar
jadeando un animal......