sábado, 17 de febrero de 2018

Aforismos XL




Enseñanzas del cangrejo
1) El cangrejo es optimista. Sin mirar se compromete.

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¿Con cuántas cosas de la vida no nos pasará lo mismo que una reproducción en 3D, que si ni nos lo dicen, la vemos en 2D?

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Las ideas son muy fértiles en excusas, porque para llegar a ideas se han aprendido muy bien el terreno.

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Mañana tiene el atractivo de no ser hoy. Y ayer, la pesadumbre de haberlo sido.


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Hay preguntas que dejan para las respuestas sólo el matiz.

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Una diferencia importante entre la izquierda y la derecha, es que mientras aquella ha creado religiones, ésta siempre ha aprovechado la que había en el momento.


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Entretener no es tener. Por eso hay tanta gente entreteniendo y tan poca dando.


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¿Cuánto costaría mantener una cárcel del tamaño de New York? ¡Qué buena carcelera es la esperanza!

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En una cadena de bondad, el eslabón más débil es la bondad de la cadena. Sin embargo en una cadena de maldad es el eslabón más malvado el que marca la maldad de la cadena. El porqué no lo sé.


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El sentido es la vista, no la mirada.

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Se sueña en blanco y negro porque en nuestra mente nunca luce el Sol.


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Si acudimos a un baile de disfraces sin mascara, admitamos que vamos a ser los más disfrazados.

domingo, 11 de febrero de 2018

Nostalgia (2ª parte)



Nada de eso despertó en mí preocupación. Sobre costumbres sexuales los seres humanos vamos servidos. Pero hubo un cambio alarmante la vez que después de follar y dormitar, me bajé de la cama y a cuatro patas me desplace hasta el cuarto de baño a mear. Ella, al verme, entre risas me imitó. No la dejé llegar al servicio y en el pasillo echamos un polvo tan apasionado que al sentir el golpeteo en la pared, pensé, al otro lado pensarían que tenemos un terremoto solo para nosotros.
Ella fue más precisa,
-Joder, parecemos animales.
No fue mi novia definitiva y se perdió en el tiempo. Seguramente ni se acuerda del hecho. Pero para mí se convirtió en el punto de no retorno, en rutina. Siempre tenía que ser así.
Y en función de cómo viera a mi acompañante de turno planteaba el asunto antes o después, con mayor o menor intensidad.
Era mi fantasía sexual hecha realidad. Andar erguido, vaya tontería. ¡Qué atraso! ¿Para qué? ¿No sería el andar erguido el comienzo de todas las desgracias acaecidas al ser humano?
Así podía suceder que me llevara a alguna amiga a casa y ya desde que poníamos el pie en la entrada  hasta que salíamos, en plan como de broma, debíamos andar a cuatro patas. Recuerdo una ocasión, bastante cargados, en que nos quitamos la ropa a dentelladas. Quitar unas hebillas de unas sandalias con los dientes es como para desalentar a cualquiera. Pues a mí me enfebreció más. Como si me enfrentara a toda la humanidad, empeñada en seguir el camino erróneo.
Lo que se despertó con mi necesidad sexual no paró de crecer y como vivía solo pues andar a cuatro patas por el piso se convirtió en mi forma habitual de desplazarme. Podía haber pasado el día de cualquier manera, estresado por una entrega inminente, aburrido por estar atravesando una época floja de ventas, lo que fuera. Era llegar a casa y ponerme a cuatro patas, previo abandono de la ropa en la entrada, de forma parecida a como cuando cansado te tiras en el sofá. Era una necesidad perentoria que iba más allá del descanso. No ver más que el suelo, el horizonte a cincuenta centímetros de ti, las manos ocupadas, el cuerpo apoyado en cuatro patas. Olvidado de ese ser erguido, en precario equilibrio que se cree el rey de la creación. Reintegrarse al mundo del que llegamos. Como mucho permanecer agachado, en cuclillas o tumbado. Nunca erguido. O sentado, haciendo un esfuerzo.
Erguidos. No me costaba nada ir por la calle y ver lo ridículos que estábamos todos erguidos. ¿Cómo no se daban cuenta todos?
Las mujeres, tan hermosas a cuatro patas, mostrando por detrás sus nalgas y su sexo, los pechos colgándoles y su cara, mirándote desafiadora desde la seguridad de estar apoyada en cuatro baluartes, esperándote para pasear, como perro y perra, caballo y yegua, o esperándote cuando por detrás te oye llegar y siente tu aliento caliente y ávido.
¿Qué hacen erguidas? Disimulando sus nalgas, sus pechos aplastados, abriéndose de piernas, bocarriba, en signo de rendición,  para que te pongas encima. Después ducharse y erguirse. Tremendo. ¿Hay algo más decadente? La ceremonia a un lado.
Esta decisión mía de vivir según mi deseo más intimo tenía evidentemente un problema. Vivir solo o encontrar a alguien con quien compartirlo.
No veía la razón de por qué mi inclinación había de condenarme  a vivir solo. No hacía daño a nadie y no tenía la intención de forzar a nadie a compartir mi vida. Tenía que encontrar a la persona adecuada.
Y convencerla.
A veces me mira, como dudando, peor verme tan equilibrado y sereno la ha convencido de que quizás yo tenga razón. Que nuestra costumbre no salga de entre nuestras paredes es la única condición que ha puesto. La he aceptado.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Pienso mejor a cuatro patas, o creo que el cuerpo una vez pasada la extrañeza, agradece ese no erguirse. Que la columna se muestra agradecida por no tener que pasarse el día soportándose a sí misma y al cuerpo a la vez. Que el cerebro descansa pues entre otras cosas no tiene una función delicada y escogida para las manos. Eso libera mucha energía. Unas manos que por otro lado tampoco son tan necesarias como antes. ¿Dónde están aquellos oficios que antes se desempeñaban? La razón de esas calles que se llaman todavía de zapateros, encurtidores o barberos.
Quizás en algún momento de nuestra evolución fue necesario erguirse y darle a las manos la responsabilidad de exigir al cerebro más implicación pero eso ahora ya comienza a ser superfluo. Con un dedo en cada mano prácticamente se puede hacer todo lo necesario para sobrevivir en el mundo de hoy.
Esas consideraciones y otras le llueven como ideas aprisionadas que, cual caballos salvajes,  que ven abiertas las puertas del corral que durante el tiempo de andar erguidos han estado cerradas, ahora salen en estampida.
No me cabe la menor duda de la conveniencia de andar a cuatro patas. Más de una vez he debido ausentarme de reuniones, ante una duda o una decisión, para en privado ponerme en esa posición y pensar sobre ello. Una vez adoptada la postura, la mente ha fluido y en pocos segundos he dado con la respuesta. Siempre la mejor respuesta.
Así que tengo pruebas.
Compartir ese descubrimiento, llevármelo a la tumba conmigo o intentar que el hallazgo se afiance en nuestro hijo y que él sea el que mantenga la batalla crucial son las opciones que se me ofrecen.
Según opte por un camino u otro, ustedes lo sabrán.
El plazo inmediato, el medio plazo o el plazo largo, uno de los tres, les indicará cual ha sido mi decisión.

FIN

martes, 6 de febrero de 2018

Nostalgia (1ª parte)





En nuestra casa es cuando mejor estamos. Hemos pasado de andar erguidos la mayor parte de nuestro tiempo dentro de sus cuatro paredes, a casi no dejar de andar a cuatro patas todo el tiempo que estamos en nuestro hogar.
Mi esposa ya no tiene dudas y ahora que se encuentra embarazada estoy empezando a convencerla de que cuando nuestro hijo, será niño, nazca, no debemos obligarle a erguirse. Empezará a gatear y debemos alentarle en ese gateo. Que no sea esa la primera iniciativa que le frustramos, obligándole a ponerse de pie. Que crezca gateando. Vernos a nosotros a cuatro patas alentará su propósito.
Será, y es un punto crucial de mi argumento, un nuevo ser para una nueva humanidad.
No sé cómo compaginar ese plan con el hecho de que deberá convivir con el resto de la sociedad sin tener esa capacidad de simulación que nosotros sí poseemos.
Es algo en lo que tengo que pensar.
Los primeros pasos, en este caso gatéos, je, je, para cada nueva época que se le ha abierto al ser humano nunca han sido fáciles. Nuestro deber, como padres, es dejarle el camino al menos indicado. Luego él tendrá que transitarlo, ensancharlo y quién sabe, si engrandecerlo para todo el resto de seres humanos.
Muchas veces he sentido la tentación de comunicárselo a algunos de nuestros amigos. Empezando como si fuera un juego, pero no me he atrevido.
De hecho jugando fue cómo involucré a mi esposa. Y jugando, seguramente, es como arraigó en mí. O no.
La verdad es que la primera vez que tengo la sensación de que algo extraño me pasa es muchos años después de que todo se iniciara. O eso pienso, porque como ya he indicado tampoco estoy muy seguro.
Buceando en mi niñez, encuentro, entre los seis y los ocho años, las tardes que pasaba con mi padre viendo los programas de animales de la dos.
El tenía dos trabajos, uno por la mañana, y otro, al comienzo de la tarde hasta media noche. Aquel lo desempeñaba en un almacén y el segundo en una Iglesia. Era una religión privada, Los Padres de la Salvación Omnisciente y Eterna, PSOE. De verdad. Tenía varios polos, unos de manga corta y otros de manga larga con las siglas cosidas. Era una religión de procedencia sudamericana. Llevaban a cabo el apostolado en casas de seguidores. Abjuraban de las iglesias. Para ellos era como volver al pasado. Mi padre hacía de acólito. Sólo tenía que estar. Un creyente blanco, rubio, del país, daba credibilidad. Había varias personas en esa situación. Es lo que se rumoreaba, porque entre ellos no se conocían. Es lo que le contaba a mi madre mientras comíamos. Decía que era un trabajo muy cómodo pero yo me daba cuenta de que cuando lo decía se ponía algo incomodo. Mi madre lo miraba de reojo.
 Era después de comer que yo lo tenía todo para mí. Nos íbamos al sofá, ponía la segunda cadena de la televisión pública, se tumbaba en el sofá y yo me arrebujaba entre sus brazos. Al cabo de unos minutos la monótona voz del locutor que iba narrando las vicisitudes por las que pasaban los animales se entremezclaba con los ronquidos de mi padre. Era un tiempo sereno, cálido y a salvo de todo.
Las imágenes eran como las maquinaciones de un mago que quisiera encandilarte mientras está tramando su truco delante de mis ojos hasta que sonaba la alarma y mi padre se desperezaba, dispuesto a hacer de creyente.
El día continuaba en la tarde y los deberes me absorbían.
¿Quién dice que no fue en esas tardes cuando se quedó fijada en mí para siempre las grupas de aquellas hembras que desfilaban por páramos, sabanas, ríos y lagos? Leonas, tigresas, panteras, incluso elefantas, hienas, hipopótamas y focas, todas moviendo sus grupas fijando en mi subconsciente su cualidad de género. Todas en un momento u otro con sus crías arrastras.
Muchas veces lo he pensado si no fue en esos momentos, que mi masculinidad, aún flotando en la inopia, le echó un vistazo a aquellas hembras y ya nunca las olvidó.
Porque yo conscientemente nunca he tenido ningún pensamiento en ese sentido.
En mi adolescencia y en mi despertar del deseo sexual no tengo sensación de sentir otra cosa que ese típico cosquilleo al empezar a fijarme en que las que antes de ayer eran niñas de ojos traviesos ahora eran niñas de ojos que te atravesaban, que te miraban reveladoras, haciéndote participe de los recientes descubrimientos que habían hecho en sus cuerpos y que sólo podían dejar que intuyeras bajo su ropa incapaz. El corazón se volvía loco, como cuando como un rayo ibas detrás de la pelota o huías como un criminal delante del adulto de turno que te perseguía tras una travesura. Después todo se fue concretando y como ciegos manoteando íbamos encontrando el camino, en dirección a aquellas tetas calientes y acogedoras, o aquellas entrepiernas de hallazgos inesperados. Y entonces ya los sueños no se acababan en el preciso momento, si no después, cuando ya el conocimiento había tirado otro trozo de pared.
Pero nada me indicaba otra cosa. Ni tan siquiera los comentarios de los amigos me sonaban ajenos. Eran los míos, eran mis sensaciones. Bueno, miento, en esa época en la que las preferencias de cada uno se iban perfilando, a mí de todo lo que una amiga me podía ofrecer era el bamboleo pronunciado de sus caderas lo que más me atraía. No había sonrisa, ni gesto, ni voz, ni pecho que pudiera compararse al atractivo de unas caderas incitadoras.
El movimiento felino.
Pero a otros también les pasaba.
En mi primera experiencia sexual completa sucedió que la precipitación, la inexperiencia, el miedo, sólo dio para una eyaculación. Cuando ella se ofreció, la tome como vino, pero recuerdo el roce de sus nalgas, como la sujete y quise eternizar el momento, asiéndome a sus pechos y aspirando e l olor a leona de sus cabellos.
Creo que fue por aquellos días que aquel recuerdo que yo quizás he inventado, o adornado, que se había quedado almacenado en mi subconsciente despertó. Enraizado en aquella placidez que los brazos de mi padre me procuraban, en la voz calmada del locutor, en las imágenes siempre salvajemente naturales, aquel recuerdo de las hembras de los animales se convirtió en mi objeto del deseo. Y ahora florecía empujado por mis apetencias. Yo quería aquello.
Y así en mis siguientes escarceos las posturas adoptadas terminaban indefectiblemente e n la denominada a “cuatro patas”. Muchas veces de una forma perentoria que hacía que mi compañera de turno pusiera cara de extrañeza, picardía o escándalo, según. Pero no se oponían. Seguramente algo primigenio también asomaba a sus sensaciones.
Cuando alguna de estas compañeras se convertía en habitual, mi predilección que ya era una evidencia palpable era aceptada casi con fruición, pues mi entrega era absoluta. Se retorcían de placer cuando yo detrás olisqueaba y lamía sus partes con algo más que pasión. O arqueaban sus espaldas de forma prodigiosas buscando más de mí al sentir que sobre ellas parecía estar jadeando un animal......