Voy a verlo al hospital pensando en que le voy a decir para
animarlo. De pronto le ha venido todo encima. Su mujer ha aprovechado que está
ingresado para abandonarlo. Me da pena pero a veces pienso que se lo merece,
Dios no me escuche.
Nada más entrar le echo un vistazo y cuando parece que he
encontrado algo para animarlo,
-Fue tremendo lo que me paso. Ya sabes que soy muy dado a
los ataques de incontinencia verbal. Soy el responsable lo sé. Pero no el único
culpable.
No soy incontinente siempre, sólo cuando me provocan. Un
“buenos días” en la consulta del médico, me desata. Lo tomo como una invitación
y dale que dale y diciéndome, ahí vas, a tumba abierta.
Hablo a sus oídos pero miro a los ojos. No es suficiente. En
esos momentos sólo, y no siempre, me pararía un,
-¡Basta! Córtese por dios. Es usted insufrible.
Y lo soy.
Y no me gusta.
Pero nadie lo dice. Cosas de la educación o la timidez o no
meterse en problemas, porque a saber de qué pie cojeo yo.
Fue tremendo.
Había visto la noche anterior un reportaje sobre el maltrato
machista y me puse a reventar. No por el maltratador, que éste me pone a
ejecutar, o a matar, como más te guste. No, la maltratadora.
Que decía que le decía a su marido, pégame, pero pégame
flojito, que no lo oigan los niños, ni los vecinos. Era guapa y joven. Tenía
derecho a ser feliz pero no había encontrado su camino a la felicidad.
Pero decir eso. ¿Cómo se puede decir eso?
Inexplicable, intolerable.
No hay que actuar sólo contra él, también contra ella.
Hay que hacer todo lo contrario.
Pégame fuerte cabrón, que lo oigan los niños y los vecinos.
Que lo oiga el mundo entero. Para que cuando te dé con la punta de la plancha
en todo el cabezón que tienes, que fíjate para lo que te sirve, todo el mundo
lo entienda.
Tiene sentido lo que digo, ¿No?
No se trata de “en defensa propia”, Sr, juez, que es que
estaba hasta el coño, de que toda la sociedad parezca que sí pero es que no.
Pues ella, pégame flojito.
Válgame Dios.
Es que me había caido simpática y accesible. Muy sencilla
con su rebequita y su pañuelo de un solo color.
Pues se puso a llorar como una magdalena. Se fue del
consultorio.
Salió la enfermera y al no verla me pasó a mí.
Al salir del empaste, le dije,
-¡Qué miedo le tienen algunos al dentista!
Ella me dijo que no, que la pobre estaba pasando un mal
momento, que había algo más. Me dijo no sé qué de una rotura de mandíbula y
algo más. Me lo figuré. Una mujer no le rompe a otra la mandíbula, la deja sin
pelo, la envenena, pero romper no. Bocazas.
Pero lo tremendo vino unos días después.
Se suicidó. Lo dijeron por la televisión. La reconocí.
Dijeron también que las autoridades no sabían todavía si
calificar el suceso como “violencia machista”, que según lo que dijeran los
forenses y las investigaciones, ya decidirían.
Salió un familiar y dijo que las cosas se estaban arreglando,
que parecía que ya él la maltrataba menos, pero que había sufrido una crisis
hacia unos días y había terminado como había terminado.
Y digo yo ahora, ¿Tengo yo la culpa?
Yo qué sabía.
Si tienes que esperar a conocer a alguien a fondo para
explicarte vas apañado.
Y lo miré y le dije, por ejemplo, ahora, con el ascensor
estropeado, usted ahí delante, los dos en silencio. Que no sabemos cuándo van a
arreglarlo. Todo el día nos podemos tirar aquí, callados como muertos.
Algo habrá que contar.
Pero ella era una maltratada, fíjese, qué casualidad. En un
dentista te encuentras a una maltratada.
¡Qué cosas tiene el destino!
Sería lo mismo que si ahora, en un ascensor estropeado te
encuentras a un maltratador hijo de puta, psicópata.
Hizo una pausa larga.
-Fue tremendo- dijo
Y trató de darse la vuelta en la cama.
Con todos aquellos cables y aquellas vendas moverse era
complicado.
Y yo ya no me acordaba de lo que iba a decirle para
animarlo.