Tres, eran tres,
las hijas de Elena…..
Refrán popular
insertado en la tradición.
Él era arquitecto. Tenía proyectos. Leía revistas del ramo y
enseguida se le ocurrían un montón de ideas. Esta para el concurso tal, esta
para el otro y esta… y así era capaz de presentarse a todos ellos, habidos y
por haber.
Había aprendido a controlarse cuando iba al baño y se
encontraba unas bragas. Una cosa que todavía no había aprendido era a no buscar
en el lugar correspondiente alguna mancha marronácea. Lo hacía y en paz, sin
mayores consecuencias.
El Romanticismo había sido peor que creer en Dios. Todo se
había desbaratado desde entonces. No era historiador pero estaba bien
informado.
De todas formas, fuese como fuese, escaparía.
Terminó y salió fresco y listo para lo que el día le
trajese, aunque sabía por dónde iban a ir los tiros.
Se planchó la camisa. Tenía dos. Consiguió hacerlo sin ira.
Escuchaba la música clásica de fondo y escuchaba algo más. Pero a ese algo más
no le hacía caso. Se trataba de la armonía.
Le echo un último vistazo al cuarto de baño y pensó que no lo había dejado peor que como estaba al entrar.
Tenía sus propias ideas de las cosas. Aún sin precisar. Sin
capacidad para relacionar algo que no fuese inmediato. Por ejemplo, podía
suceder que vomitase la papilla por la mañana y la rechazase por la noche, pero
no se acordaba de porqué. Si pudiera hablar intentaría preguntarlo.
Se entretenía pasillo arriba, pasillo abajo, hasta que
pasaba algo y estaba patas arriba, desnudo, encima de una superficie dura.
Aborrecía aquella imprevisibilidad. No sabía nunca cuando
iba a volver a la normalidad.
Y la oscuridad.
Eso sí que era duro. Quedarse ciego, sin poder ver nada
familiar. Y claro, sin saber si era para siempre. Porque aún no sabía qué
recordar y qué no, así que por regla general, lo olvidaba todo.
El pasillo le gustaba más cuando estaba desierto. Se sentó y
quedó apoyado en la pared. El faldón de un abrigo le caía sobre la cabeza. Se
vio en el espejo y se puso a reír como un tonto.
Aún estaba riendo cuando la imprevisibilidad lo arrebató.
Había soñado tanto con una vida familiar fácil y clara que
ahora al no poder tocarla ni tan siquiera vislumbrarla, creía que estaba
permanentemente a la puerta de algo. Pero no era capaz de ir más allá. No tenía
imaginación. Todo lo que alcanzaba a imaginar es que alguien llamaba. Ahí se
quedaba. ¿Quién había detrás de la puerta? Para saberlo había que abrirla pero
nadie llamaba. En la imaginación los ruidos no existen.
Aunque a veces se armaba de valor y la abría.
Al abrirla podía continuar. Imaginar que era una amiga, o un
encuestador, o un fontanero. Y se reía.
Luego la cerraba y algún día habría alguien. Para poder
continuar, más allá del jardín, de la calle, de la ciudad, del mundo.
Le deprimía tanta ambición y tan poca realidad, por eso casi
nunca abría la puerta.
Para ir a la tienda era como no abrirla. Aunque allí se
sentía más ella que en ningún sitio, más incluso que en su casa, no se atrevía
a decir mi hogar. Veía lo mismo que era y no se podía imaginar que sentirían y
eso era estimulante. Pensar lo de cada una de ellas y lo de ella.
Al regresar sentía que se iba dejando en los bancos, en las
ramas de los árboles, en alguna mesa de cafetería, en alguna mirada que sorprendía,
fragmentos de algo que a duras penas atinaba a pensar que fuera suyo, que fuera
ella.
Luego en casa estaba el resto. Los muebles, él y él. A veces
venían otros. No era lo habitual. Miró el reloj y corrió al pasillo y lo
atrapó. Lo llevo al cambiador, apestaba. Oyó ruidos en la habitación, él seguro
que estaba acabando de vestirse. Ella ya estaba. Vigilaba de no mancharse con
la mierda de él.
Justo cuando estaba acabando con él, apareció la cabeza de
él y dijo,
-¿Estamos listos?
Lo miró y miró a él que descansaba, limpio y seco. Contento.
-Estamos listos- contestó.
Ella, él y él. Tres. Tres. Tres.
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