martes, 21 de noviembre de 2017

Tres





Tres, eran tres,
las hijas de Elena…..

Refrán popular insertado en la tradición.



Él era arquitecto. Tenía proyectos. Leía revistas del ramo y enseguida se le ocurrían un montón de ideas. Esta para el concurso tal, esta para el otro y esta… y así era capaz de presentarse a todos ellos, habidos y por haber.
Había aprendido a controlarse cuando iba al baño y se encontraba unas bragas. Una cosa que todavía no había aprendido era a no buscar en el lugar correspondiente alguna mancha marronácea. Lo hacía y en paz, sin mayores consecuencias.
El Romanticismo había sido peor que creer en Dios. Todo se había desbaratado desde entonces. No era historiador pero estaba bien informado.
De todas formas, fuese como fuese, escaparía.
Terminó y salió fresco y listo para lo que el día le trajese, aunque sabía por dónde iban a ir los tiros.
Se planchó la camisa. Tenía dos. Consiguió hacerlo sin ira. Escuchaba la música clásica de fondo y escuchaba algo más. Pero a ese algo más no le hacía caso. Se trataba de la armonía.
Le echo un último vistazo al cuarto de baño y pensó que no lo había dejado peor que como estaba al entrar.
Tenía sus propias ideas de las cosas. Aún sin precisar. Sin capacidad para relacionar algo que no fuese inmediato. Por ejemplo, podía suceder que vomitase la papilla por la mañana y la rechazase por la noche, pero no se acordaba de porqué. Si pudiera hablar intentaría preguntarlo.
Se entretenía pasillo arriba, pasillo abajo, hasta que pasaba algo y estaba patas arriba, desnudo, encima de una superficie dura.
Aborrecía aquella imprevisibilidad. No sabía nunca cuando iba a volver a la normalidad.
Y la oscuridad.
Eso sí que era duro. Quedarse ciego, sin poder ver nada familiar. Y claro, sin saber si era para siempre. Porque aún no sabía qué recordar y qué no, así que por regla general, lo olvidaba todo.
El pasillo le gustaba más cuando estaba desierto. Se sentó y quedó apoyado en la pared. El faldón de un abrigo le caía sobre la cabeza. Se vio en el espejo y se puso a reír como un tonto.
Aún estaba riendo cuando la imprevisibilidad lo arrebató.
Había soñado tanto con una vida familiar fácil y clara que ahora al no poder tocarla ni tan siquiera vislumbrarla, creía que estaba permanentemente a la puerta de algo. Pero no era capaz de ir más allá. No tenía imaginación. Todo lo que alcanzaba a imaginar es que alguien llamaba. Ahí se quedaba. ¿Quién había detrás de la puerta? Para saberlo había que abrirla pero nadie llamaba. En la imaginación los ruidos no existen.
Aunque a veces se armaba de valor y la abría.
Al abrirla podía continuar. Imaginar que era una amiga, o un encuestador, o un fontanero. Y se reía.
Luego la cerraba y algún día habría alguien. Para poder continuar, más allá del jardín, de la calle, de la ciudad, del mundo.
Le deprimía tanta ambición y tan poca realidad, por eso casi nunca abría la puerta.
Para ir a la tienda era como no abrirla. Aunque allí se sentía más ella que en ningún sitio, más incluso que en su casa, no se atrevía a decir mi hogar. Veía lo mismo que era y no se podía imaginar que sentirían y eso era estimulante. Pensar lo de cada una de ellas y lo de ella.
Al regresar sentía que se iba dejando en los bancos, en las ramas de los árboles, en alguna mesa de cafetería, en alguna mirada que sorprendía, fragmentos de algo que a duras penas atinaba a pensar que fuera suyo, que fuera ella.
Luego en casa estaba el resto. Los muebles, él y él. A veces venían otros. No era lo habitual. Miró el reloj y corrió al pasillo y lo atrapó. Lo llevo al cambiador, apestaba. Oyó ruidos en la habitación, él seguro que estaba acabando de vestirse. Ella ya estaba. Vigilaba de no mancharse con la mierda de él.
Justo cuando estaba acabando con él, apareció la cabeza de él y dijo,
-¿Estamos listos?
Lo miró y miró a él que descansaba, limpio y seco. Contento.
-Estamos listos- contestó.
Ella, él y él. Tres. Tres. Tres.

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