sábado, 25 de noviembre de 2017

Aforismos XXXVIII






La Monarquía está por encima de todo. De donde se deduce que no pasa nada por alto, todo por bajo.

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Nacemos, porque si no, ¿A dónde vas a ir?

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Te declaras rebelde, viene la Sociedad de Consumo, te pone una etiqueta y ya está. Comienzas a madurar.

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¡Cómo se repite la vida! Cada año, soy un año más viejo.

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Cuando huele a color rojo, algo sabe a verde, oímos áspero o  tocamos a amargo, estamos frente a las grietas del mundo de nuestros cinco sentido en el que vivimos encerrados. Llamamos sexto sentido a la estrategia del encarcelado.

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Para valorar la bondad con ecuanimidad no hay que olvidar que dentro de sus cualidades no está el respeto.

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No hay nada como oir lo que se quiere oir para estar de acuerdo.

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Pasar del “¿Por qué?” al “¿Pero qué dices?” lleva mucho tiempo… a veces toda una vida.

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La debilidad, casi agresiva, del que va uniformado.

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La vida era del que murió, nunca la muerte, que es de los vivos.

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No soy muy partidario de decirle a alguien que no haga algo, si no tengo nada para que haga.

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Como los colores, somos el reflejo de la vida al chocar con todo lo existente.

martes, 21 de noviembre de 2017

Tres





Tres, eran tres,
las hijas de Elena…..

Refrán popular insertado en la tradición.



Él era arquitecto. Tenía proyectos. Leía revistas del ramo y enseguida se le ocurrían un montón de ideas. Esta para el concurso tal, esta para el otro y esta… y así era capaz de presentarse a todos ellos, habidos y por haber.
Había aprendido a controlarse cuando iba al baño y se encontraba unas bragas. Una cosa que todavía no había aprendido era a no buscar en el lugar correspondiente alguna mancha marronácea. Lo hacía y en paz, sin mayores consecuencias.
El Romanticismo había sido peor que creer en Dios. Todo se había desbaratado desde entonces. No era historiador pero estaba bien informado.
De todas formas, fuese como fuese, escaparía.
Terminó y salió fresco y listo para lo que el día le trajese, aunque sabía por dónde iban a ir los tiros.
Se planchó la camisa. Tenía dos. Consiguió hacerlo sin ira. Escuchaba la música clásica de fondo y escuchaba algo más. Pero a ese algo más no le hacía caso. Se trataba de la armonía.
Le echo un último vistazo al cuarto de baño y pensó que no lo había dejado peor que como estaba al entrar.
Tenía sus propias ideas de las cosas. Aún sin precisar. Sin capacidad para relacionar algo que no fuese inmediato. Por ejemplo, podía suceder que vomitase la papilla por la mañana y la rechazase por la noche, pero no se acordaba de porqué. Si pudiera hablar intentaría preguntarlo.
Se entretenía pasillo arriba, pasillo abajo, hasta que pasaba algo y estaba patas arriba, desnudo, encima de una superficie dura.
Aborrecía aquella imprevisibilidad. No sabía nunca cuando iba a volver a la normalidad.
Y la oscuridad.
Eso sí que era duro. Quedarse ciego, sin poder ver nada familiar. Y claro, sin saber si era para siempre. Porque aún no sabía qué recordar y qué no, así que por regla general, lo olvidaba todo.
El pasillo le gustaba más cuando estaba desierto. Se sentó y quedó apoyado en la pared. El faldón de un abrigo le caía sobre la cabeza. Se vio en el espejo y se puso a reír como un tonto.
Aún estaba riendo cuando la imprevisibilidad lo arrebató.
Había soñado tanto con una vida familiar fácil y clara que ahora al no poder tocarla ni tan siquiera vislumbrarla, creía que estaba permanentemente a la puerta de algo. Pero no era capaz de ir más allá. No tenía imaginación. Todo lo que alcanzaba a imaginar es que alguien llamaba. Ahí se quedaba. ¿Quién había detrás de la puerta? Para saberlo había que abrirla pero nadie llamaba. En la imaginación los ruidos no existen.
Aunque a veces se armaba de valor y la abría.
Al abrirla podía continuar. Imaginar que era una amiga, o un encuestador, o un fontanero. Y se reía.
Luego la cerraba y algún día habría alguien. Para poder continuar, más allá del jardín, de la calle, de la ciudad, del mundo.
Le deprimía tanta ambición y tan poca realidad, por eso casi nunca abría la puerta.
Para ir a la tienda era como no abrirla. Aunque allí se sentía más ella que en ningún sitio, más incluso que en su casa, no se atrevía a decir mi hogar. Veía lo mismo que era y no se podía imaginar que sentirían y eso era estimulante. Pensar lo de cada una de ellas y lo de ella.
Al regresar sentía que se iba dejando en los bancos, en las ramas de los árboles, en alguna mesa de cafetería, en alguna mirada que sorprendía, fragmentos de algo que a duras penas atinaba a pensar que fuera suyo, que fuera ella.
Luego en casa estaba el resto. Los muebles, él y él. A veces venían otros. No era lo habitual. Miró el reloj y corrió al pasillo y lo atrapó. Lo llevo al cambiador, apestaba. Oyó ruidos en la habitación, él seguro que estaba acabando de vestirse. Ella ya estaba. Vigilaba de no mancharse con la mierda de él.
Justo cuando estaba acabando con él, apareció la cabeza de él y dijo,
-¿Estamos listos?
Lo miró y miró a él que descansaba, limpio y seco. Contento.
-Estamos listos- contestó.
Ella, él y él. Tres. Tres. Tres.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Animales de compañía





Cuando mi suegra empezó a decir que se encontraba sola, era un clamor entre sus hijos, ellos le dijeron que se comprara un perro.
A mí me lo había dicho mi mujer, su hija mayor, y cuando su hermano mayor me lo repitió, le dije,
-¿Por qué no se busca un hombre?
Así que en la siguiente reunión lo soltó,
-Mamá, mira lo que dice tu yerno preferido, que por qué no te buscas un hombre en vez de un perro.
A mi suegra, estas cosas del sexo le producen mucho retraimiento, y en vez de decir,
-¡Uy no, prefiero un perro!
Con lo que yo habría escrito,
-¿Cómo hemos podido llegar a esto?
Dijo algo así como,
-No, a mi marido no se le puede sustituir.
Con lo que yo me veo obligado a escribir,
-Sustituir por otro hombre no, pero por un perro se ve que sí.
Pero no lo dije, sólo me mostré un poco cínico,
-¡Qué romántico!
Es lo que pasa, hay muchos seres humanos que prefieren antes cuidar a un animal irracional que convivir con una animal racional, o peor aún, que sienten que el verbo cuidar y convivir son intercambiable.
Ese puede ser el problema o también lo cómodos que somos, lo que nos gusta que nos adoren sin pedir nada a cambio, lo que nos gusta alguien más tonto que nosotros, alguien servil para con nosotros, alguien más indefenso que nosotros. De verdad, nosotros damos un poquito de asco.
Mi suegra tuvo su perro.
Y yo a lo mío,
-Con lo bien que dormiría en esa cama un negrito de África, incluso puede que hasta estuviera dispuesto a comerse la comida de Canelo.
Su hija, la que es mi mujer, me mira sin verme.
-Un hombre no, lo entiendo. ¿Pero un niño? Casi cumple todas las condiciones. Aunque crece, claro, y entonces.
Nuestros hijos están encantados con Canelo. Lo llevan y lo traen por toda la casa. Es joven y se cansa, termina derrengado en su cama. Pero ellos no lo dejan en paz.
La abuela que los ve, suelta,
-Con el abuelo no jugabais tanto- dice como si dijera cualquier cosa.
El abuelo Canelo.
No puedo escribir,
-Pero, ¿Usted sabe lo que acaba de decir?
Porque yo a mi suegra le hablo de usted. De tanto que la aprecio. Claro que también trato de usted a los que quiero mantener a distancia.
Así que en vez de escribir mi estupefacción, me sonrío para mí.
Mi mujer que está al quite y conoce mis labios como nadie, me mira como echándome un puro por algo que me disponía a decir pero que me conformo con pensar.
Pasa el tiempo y el perro ya es uno más. Hay alguna foto de mi suegro por la casa y poco más. Ni menciones, ni nada.
El otro día, después de follar, le pregunte a mi mujer, la hija mayor de mi suegra,
-Tú, de comprarte un perro, ¿Cual te comprarías?
-Un pastor alemán- contestó al instante.
Después se mordió los labios, que yo tan bien conozco.
Demasiado tarde.