Hubo un tiempo en que se
viajaba a Francia
para ver películas
eróticas. Parece mentira.
En un retrete de una
aérea de servicio.
Autopista a Perpignan.
Fue una historia que durante muchos
años estuvimos viendo, con diferentes protagonistas, a todas horas. Incluso se
pasaba cuando niños miraban fijamente la pantalla con el bocadillo de chocolate
en la mano. En aquel entonces era seguro que donde había un niño había una
madre.
Empezaba la historia con un hombre
joven, sonriente, elegantemente vestido llamando a la puerta de una casa
familiar a una hora en la que el marido no estaba, con el paquete en la mano.
Abría la mujer de la casa, que como
mucho iba vestida para estar cómoda pero que más de una vez aparecía en bata de
andar por casa o simplemente con una blusa. O sea, ese tipo de vestidos que las
mujeres se ponen para estar cómodas de verdad, cuando hasta la ropa intima
sobra. Sonriente y encantada de la vida, saludaba al apuesto intruso y le
preguntaba qué quería.
El hombre se presentaba y enseguida
entraba en materia, preguntándole si estaba contenta con lo que tenía en casa.
A lo que ella, ni sí ni no, afirmaba que no se podía quejar.
Entonces el agresivo conquistador
le decía que él tenía algo mejor, y mostraba el paquete. Que si quería
probarlo. La mujer fingía enfadarse y aseguraba que el suyo no lo cambiaría por
nada del mundo. Pero el hombre que confiaba en la potencia de los polvos de su
paquete insistía. Se lo dejaba sin ningún coste, le decía que no se preocupase,
que él no se lo diría a nadie. Sólo tenía que probarlo.
-¡Pruébelo!- decía el joven
elegante con toda la confianza del mundo reflejada en el rostro.
La mujer terminaba por ceder.
Aceptaba probarlo y entonces el paquete cambiaba de mano.
Él, ya victorioso y con el paquete
entregado, desafiante le decía,
-¡Pruébelo con cualquier prenda, la
más sucia que tenga! Quedara encantada.
En este momento había un fundido en
negro. Las dos caras desaparecían sonrientes.
En la siguiente imagen el hombre
estaba frente a la mujer, relajado, seguro de su triunfo y ésta, con el paquete ya a un lado, ponía cara de haber tenido una experiencia mística. Los dos felices.
Él, triunfante y seguro de si mismo, recuperando
el paquete, preguntaba,
-¡Qué! ¿Ha quedado contenta?
-Contentísima, nunca hubiera
imaginado que algo así pudiera pasar. Ha sido una experiencia…
El joven no la dejaba acabar y
preguntaba,
-¿Lo ha probado con cualquier
prenda?
-Con cualquiera y entre más sucia,
mejor- admitía ella.
-Entonces, a partir de ahora…
Ella contestaba jovial,
-A partir de ahora permaneceré fiel
sólo a…
Y la pantalla enfocaba el paquete
del joven.
En ese momento mi hermano pequeño
siempre preguntaba,
-¡Mamá! ¿Y el papá donde está?
-El papá está trabajando, hijo.
-Entonces, ¿Por eso viene el señor?
Mi madre que solía estar
planchando, cosiendo, barriendo, fregando o doblando ropa, ni contestaba.
Mi hermano seguía mirando la
pantalla, hasta que terminaba volviendo la mirada hacia mí,
-Pitu, ¿Ese señor que hacía?
-Vende detergente, ¡Joer! Parece
mentira.
No sé cuantas veces vivimos esa
escena. Llegó un momento en que era seguro, después del anuncio, sufrir las
inquisiciones de mi hermano.
Cuando cuatro años más tarde, un día,
se presentó en casa un hombre desconocido, papá no apareció y nuestra madre nos
explico lo que pasaba. Yo ya tenía catorce años y mi hermano diez, cuando eso
pasó. Después de las explicaciones nos dejaron solos en el salón. Mi hermano me
volvió a mirar como entonces, pero esta vez sé limito a decir,
-Detergente.
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