A pesar de vivir en
adosados,
apenas nos hablamos.
De “Signos de nuestro
tiempo”
Froilán Merlo, 2017.
No sabía qué ciudad era Nueva York. Se lo dijo como si tal
cosa.
¿Era una broma?
Y vio en sus ojos que no era una broma porque al mirarlo no
había complicidad.
Después paso a su indumentaria, la maleta, buscó alguna
pista más.
Se rindió al final y le dijo,
-Es la ciudad más conocida del planeta.
-Ya- exclamó.
Todo porque en la televisión estaban contando que el invierno
en Nueva York estaba siendo jodido de verdad. Se veía todo invadido por la
nieve y observando lo abrigada que iba la reportera debía ser verdad.
Pero no encontró ningún indicio.
¿De qué? Cuando lo encontrase lo sabría.
Si estuvieran ya en el tren y hubieran pasado un tiempo y
hubieran intercambiado más palabras, o quizás una manzana o un plátano, podía
llegar a preguntarle,
-Pero, de dónde sale que no sabe qué ciudad es Nueva
York, porque sabrá algo de Madrid y
Barcelona, ¿No?
Aunque hoy en día que más da, Moscú, Tokio, Lisboa o Zamora.
Depende de quién, está al tanto de todas. Películas,
reportajes, paseos, viajes. Todo lleva el mismo tiempo. O entras en Google Maps
y te das una vuelta por Verona. Y te dices, eso me lo perdí, por aquí no estuve
y con el paso del tiempo lo mezclas todo y acabas por no saber que tocaste y
oliste y qué imaginaste. No pasara mucho tiempo para que puedas no sólo pasear
por Verona si no hacerlo con una amante o un amante o un grupo de amigos. Todo
virtual. La virtud de lo virtual. Incoloro, inodoro e insípido. Como agua
solida, hielo.
-Pues Nueva York está en Estados Unidos.
-¡Equilicual!- dijo el camarero.
O sea, también el camarero se había quedado más para allá
que para acá y había dicho equilicual a pesar de saber que no era algo adecuado
en una narración de lenguaje correcto, porque era muy coloquial y además él no
esperaba subir al tren, él estaba al servicio de los viajeros.
Pero Estados Unidos tampoco le hizo reaccionar.
-Un país- aclaró groseramente el camarero.
Claro, que puede que lo conociera. Estados Unidos, ahí es
nada. Aunque no mucho, porque también se había extrañado.
Si se fuera a los servicios, se lo preguntaría al camarero,
-¿De dónde habrá salido? Que no le suena Nueva York ni
Estados Unidos.
Invitarlo. Era una buena idea. Vio que no tenía consumición.
Él tenía al cerveza entera. La bebió de un trago. Iba a mear por un tubo.
-Ponme otra cerveza. ¿Quiere usted algo?, le invito.
Resulta que no bebía alcohol. Pues otra cosa, lo que quiera.
-¿Un vaso de agua?
Un vaso de agua y un palillo.
Se acordó en ese momento de lo que se llama “página de
respeto” en un libro.
En un libro de edición barata no hay respeto. Es lo primero
que salta cuando no hay dinero, el respeto. Después los índices, más tarde las
biografías y al final queda la historia monda y lironda. Triste, pobre.
-Pues yo vengo de Madrid- dijo.
Era mentira. Pero lo dijo.
-Y voy a Barcelona- añadió.
-¿Usted también?- le preguntó.
Sí, dijo que sí. Pero pronunció Barcelona como si hubiera
dicho manzana o plátano. En aquella “Barcelona” no había calle Pelayo, ni Ramblas,
ni Raval, ni Sagrada Familia y mucho menos Pedralbes o Bonanova.
Cuando se pronuncia una palabra y se sabe lo que representa,
se nota.
Tú dices coño y si no has visto ninguno se nota. O motor, o
cepillo de dientes, o bandera o mantequilla.
Decir una palabra abre infinitas delaciones. Dices “matar” y
se puede adivinar si has visto matar. Y si has visto, si ha sido real o por
pantalla. Y si has matado, si ha sido con cuchillo, con una pistola o de un
susto. O si has matado a tu esposa y a tus hijos, o sólo a tu esposa. O no era
tu esposa si no tu amante.
Yo al menos, puedo hacerlo: Tú dices mantequilla y yo puedo
apreciar si has visto o no, “El último
tango en París” o te lo han contado, según se te ponga cara de tostado o de tostada.
Parece mentira pero así es. Tengo ese don.
Las palabras.
-A mi Madrid me mata- dije y casi me eché a reír.
-Barcelona me mata menos- añadí.
Se bebió el agua de un trago. Como si tuviera mucha sed.
Se oyó un chasquido por megafonía y me estremecí. A
continuación,
-Tren con destino Barcelona hará su salida en breves
momentos por la vía trece, se ruega a los viajeros que terminen de embarcar- y
después en inglés y en francés. En catalán, no.
Dijo gracias y se fue.
Como no me miraba no supe valorar si sabía exactamente lo
que quería decir “gracias” o lo decía porque lo había escuchado o se lo habían
indicado. Los árabes tienen mucha facilidad para los idiomas.
-¿No iba usted a Barcelona?- me preguntó el camarero.
Y le dije que sí pero que en otro tren, que había equivocado
los horarios y el mío era el siguiente pero que no pasaba nada porque tenía un
libro a medio leer y aquella cafetería era muy confortable.
Había dicho una frase tan larga porque de sobra sabía que
entre más palabras juntas, es más difícil apreciar la mentira. Todo es un
borbotón indistinguible.
Sin embargo el me miró y me dijo,
-¡Qué tiempos estos!
Y supe muy bien que
sabía lo que decía.
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