jueves, 30 de marzo de 2017

Aquella gaviota



Desde aquel suceso algo, en aquellos que estuvimos presentes y en el resto de los vecinos del pueblo que debido al “boca a boca” se enteraron, cambió.
No sabría explicar exactamente el qué, pero tiene que ver con la perspectiva que de nosotros tenemos dentro de la Existencia, donde con nuestras preocupaciones y nuestros momentos de felicidad nos sentimos ineluctablemente los reyes de la Creación.
Ponerlo en palabras es complicado. ¿Incertidumbre? ¿Desconfianza? ¿Sospecha?
Mejor lo cuento y si usted, lector, consigue ponerse en el lugar de los que estábamos allí seguramente entenderá muy bien lo que quiero decir.
Sucedió en la pista de atletismo, en el polideportivo descubierto del pueblo.
Era una mañana resplandeciente de principios de primavera. En el recinto había como medio centenar de personas. Una media docena de jóvenes de ambos sexos se dedicaban a practicar el salto de longitud. Una cantidad más numerosa, sobre la veintena, se ejercitaba en una aparte del estadio con una tabla de gimnasia dirigida por un pito exigente y estridente.  Debían ser alumnos del instituto y su correspondiente profesor. Varias personas sesteaban en las gradas del anfiteatro y en la pista de atletismo un grupo de franceses  practicaba la carrera de obstáculos sobre unas vallas puestas a tal efecto. Llevaban a cabo unas jornadas de entrenamiento en nuestro pueblo costero y con un clima excepcional en esta época del año.
Yo no sé muy bien qué hacía allí. No solía ir. Era más aficionado a caminar por el bosque y si de estar tomando el Sol se trataba prefería la plaza del pueblo. Da para más espectáculo y para casi seguro alguna charla.
El caso es que estaba allí.
Me olvidaba de las gaviotas.
En primavera la hierba del campo crece desaforada y hay que cortarla cada tres o cuatro días. Cuando está recién segada las gaviotas acuden en tropel y aprovechando que está corta, escarban denodadamente y se ponen las botas tragando gusanos.
Había sobre una treintena.
Pero antes de seguir, y a modo de aperitivo, voy a contarles algo que esporadicamente suele pasar en el pueblo con estos animales.
Las gaviotas, antaño aves marineras, que se buscaban el condumio en las playas y en los puertos pesqueros, desde hace ya bastantes años, se han convertido en asiduas de los vertederos de los pueblos costeros. Suelen encontrar en ellos comida en abundancia y nada huidiza. Como si dijéramos, su comida “fast food”.
Pero, aunque a mesa puesta cuando hacen sus incursiones tierra adentro, no pueden por menos que seguir disfrutando de un potente olfato que no les permite pasar por alto el aroma que les llega desde un lugar donde hay pescado en abundancia, el mercado de abastos. A la puerta del cual se suelen ver ocasionalmente a alguna de ellas, las más osadas, tonteando y pispando quién entra y quién sale. Cuando alguna persona, cargada de bolsas o alguna de edad achacosa, abandona el mercado el ave presente se lanza sobre ella e intenta, picoteando, romper la bolsa y acceder a aquel aroma enloquecedor.
Esta curiosa y graciosa situación que a más de un inadvertido ha dado un gran susto se salda dándole al animal un estufido o amenazándolo con una patada. Dada la diferencia de tamaños, el ave, frustrada, tiene que retirarse.
Y ahora, acabado el aperitivo, vayamos con el plato principal.
Estábamos en el polideportivo descubierto donde se ejercitaban los cuerpos, acompañados de gritos, risas y pitidos, cuando de pronto se oyó una exclamación que resonó por encima de la algarabía reinante. Todas las miradas confluyeron en la persona que tanto se había exaltado y una vez localizada, todas esas miradas se dirigieron en la misma dirección que la suya a la vez que veíamos su dedo índice inhiesto, imperativo, como si estuviese lanzando un mandato.
Y a quien estaba mandando era a una gaviota.
Y lo que le estaba mandando es que corriera los cuatrocientos metros vallas por la pista.
Pero lo extraordinario es que no se lo estaba mandando porque tenía una cara de extrañeza tan evidente como la que poco a poco se nos fue poniendo a todos los que estábamos allí.
La gaviota, correteando torpemente, de una manera muy parecida a como lo hacen las gallinas, se acercaba a cada obstáculo y cuando llegaba a él, daba un golpe de alas y revoloteaba por encima de la valla, para continuar su atropellado trotar hasta el próximo en el que volvía a revolotear para sobrepasarlo.
La gaviota estaba corriendo los cuatrocientos metros vallas por su cuenta.
Cuando concluyó la vuelta se detuvo y miró hacia sus compañeras. Estas se acercaron precipitadamente hasta ella y por un momento pareció que la felicitaban.
Ningún ser humano allí presente salía de su asombro. Mirarse unos a otros y reír  tontamente era todo lo que éramos capaces de manifestar.
Mientras tanto ellas se habían vuelto a desperdigar y ya estaban otra vez empeñadas en la búsqueda de alimento.
Al fin alguien pudo decir algo,
-¿Quién fue?
Quería saber cual de entre todas aquellas gaviotas era la atleta.  ¿Cuál?
Si todas se parecían, si como los chinos o los ecuatorianos, para nosotros, todos se parecen, si como nosotros para chinos y ecuatorianos somos todos parecidos, si como ovejas, una de otra son indiscernibles, salvo para el pastor, ¿Cuál fue?
Ya algunas se habían ido, otras habían acabado de llegar y otras seguían allí, escarbando. Pero cuál era la atelta. ¿En cuál fijarse?
¿Se había ido o seguía allí, entre sus congéneres, mirándonos y tomando nota?
La pregunta había suscitado múltiples pensamientos.
¿Cuál era?
Quién sabe.
Quién sabe dónde estará ahora mismo y a qué se dedicara aquella gaviota.
Ahora que lo saben, pónganse en nuestro lugar y sientan lo mismo que desde entonces sentimos nosotros.
¿Me comprenden?

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