Desde aquel suceso algo, en aquellos que estuvimos presentes
y en el resto de los vecinos del pueblo que debido al “boca a boca” se
enteraron, cambió.
No sabría explicar exactamente el qué, pero tiene que ver
con la perspectiva que de nosotros tenemos dentro de la Existencia, donde con
nuestras preocupaciones y nuestros momentos de felicidad nos sentimos
ineluctablemente los reyes de la Creación.
Ponerlo en palabras es complicado. ¿Incertidumbre?
¿Desconfianza? ¿Sospecha?
Mejor lo cuento y si usted, lector, consigue ponerse en el
lugar de los que estábamos allí seguramente entenderá muy bien lo que quiero
decir.
Sucedió en la pista de atletismo, en el polideportivo
descubierto del pueblo.
Era una mañana resplandeciente de principios de primavera.
En el recinto había como medio centenar de personas. Una media docena de
jóvenes de ambos sexos se dedicaban a practicar el salto de longitud. Una
cantidad más numerosa, sobre la veintena, se ejercitaba en una aparte del
estadio con una tabla de gimnasia dirigida por un pito exigente y estridente. Debían ser alumnos del instituto y su
correspondiente profesor. Varias personas sesteaban en las gradas del
anfiteatro y en la pista de atletismo un grupo de franceses practicaba la carrera de obstáculos sobre
unas vallas puestas a tal efecto. Llevaban a cabo unas jornadas de
entrenamiento en nuestro pueblo costero y con un clima excepcional en esta
época del año.
Yo no sé muy bien qué hacía allí. No solía ir. Era más
aficionado a caminar por el bosque y si de estar tomando el Sol se trataba
prefería la plaza del pueblo. Da para más espectáculo y para casi seguro alguna
charla.
El caso es que estaba allí.
Me olvidaba de las gaviotas.
En primavera la hierba del campo crece desaforada y hay que
cortarla cada tres o cuatro días. Cuando está recién segada las gaviotas acuden
en tropel y aprovechando que está corta, escarban denodadamente y se ponen las
botas tragando gusanos.
Había sobre una treintena.
Pero antes de seguir, y a modo de aperitivo, voy a contarles
algo que esporadicamente suele pasar en el pueblo con estos animales.
Las gaviotas, antaño aves marineras, que se buscaban el
condumio en las playas y en los puertos pesqueros, desde hace ya bastantes
años, se han convertido en asiduas de los vertederos de los pueblos costeros.
Suelen encontrar en ellos comida en abundancia y nada huidiza. Como si
dijéramos, su comida “fast food”.
Pero, aunque a mesa puesta cuando hacen sus incursiones
tierra adentro, no pueden por menos que seguir disfrutando de un potente olfato
que no les permite pasar por alto el aroma que les llega desde un lugar donde
hay pescado en abundancia, el mercado de abastos. A la puerta del cual se
suelen ver ocasionalmente a alguna de ellas, las más osadas, tonteando y
pispando quién entra y quién sale. Cuando alguna persona, cargada de bolsas o
alguna de edad achacosa, abandona el mercado el ave presente se lanza sobre
ella e intenta, picoteando, romper la bolsa y acceder a aquel aroma
enloquecedor.
Esta curiosa y graciosa situación que a más de un
inadvertido ha dado un gran susto se salda dándole al animal un estufido o
amenazándolo con una patada. Dada la diferencia de tamaños, el ave, frustrada,
tiene que retirarse.
Y ahora, acabado el aperitivo, vayamos con el plato
principal.
Estábamos en el polideportivo descubierto donde se
ejercitaban los cuerpos, acompañados de gritos, risas y pitidos, cuando de
pronto se oyó una exclamación que resonó por encima de la algarabía reinante.
Todas las miradas confluyeron en la persona que tanto se había exaltado y una
vez localizada, todas esas miradas se dirigieron en la misma dirección que la
suya a la vez que veíamos su dedo índice inhiesto, imperativo, como si
estuviese lanzando un mandato.
Y a quien estaba mandando era a una gaviota.
Y lo que le estaba mandando es que corriera los
cuatrocientos metros vallas por la pista.
Pero lo extraordinario es que no se lo estaba mandando
porque tenía una cara de extrañeza tan evidente como la que poco a poco se nos
fue poniendo a todos los que estábamos allí.
La gaviota, correteando torpemente, de una manera muy
parecida a como lo hacen las gallinas, se acercaba a cada obstáculo y cuando
llegaba a él, daba un golpe de alas y revoloteaba por encima de la valla, para
continuar su atropellado trotar hasta el próximo en el que volvía a revolotear
para sobrepasarlo.
La gaviota estaba corriendo los cuatrocientos metros vallas
por su cuenta.
Cuando concluyó la vuelta se detuvo y miró hacia sus
compañeras. Estas se acercaron precipitadamente hasta ella y por un momento
pareció que la felicitaban.
Ningún ser humano allí presente salía de su asombro. Mirarse
unos a otros y reír tontamente era todo
lo que éramos capaces de manifestar.
Mientras tanto ellas se habían vuelto a desperdigar y ya
estaban otra vez empeñadas en la búsqueda de alimento.
Al fin alguien pudo decir algo,
-¿Quién fue?
Quería saber cual de entre todas aquellas gaviotas era la
atleta. ¿Cuál?
Si todas se parecían, si como los chinos o los ecuatorianos,
para nosotros, todos se parecen, si como nosotros para chinos y ecuatorianos
somos todos parecidos, si como ovejas, una de otra son indiscernibles, salvo
para el pastor, ¿Cuál fue?
Ya algunas se habían ido, otras habían acabado de llegar y
otras seguían allí, escarbando. Pero cuál era la atelta. ¿En cuál fijarse?
¿Se había ido o seguía allí, entre sus congéneres,
mirándonos y tomando nota?
La pregunta había suscitado múltiples pensamientos.
¿Cuál era?
Quién sabe.
Quién sabe dónde estará ahora mismo y a qué se dedicara
aquella gaviota.
Ahora que lo saben, pónganse en nuestro lugar y sientan lo
mismo que desde entonces sentimos nosotros.
¿Me comprenden?