jueves, 16 de febrero de 2017

Encogido bajo su sombra



-¿Cuántos productos tienes que vender al día para ganar al mes seiscientos euros?- Le pregunté a mi primo.
Un momento antes estaba pensando en lo extraño que era que soñara que mi padre estaba muy enfermo, para al poco rato, aún dentro del sueño, me acordara de que mi padre no estaba vivo , no me gusta la expresión “estaba muerto” porque es una expresión oximorónica, que se había muerto hacía un tiempo, y quedarme así sosegado y tranquilo.
Eso parecía como si adivinase el futuro y, al verlo negro y triste, me alegrara de que una desgracia pasada lo aliviase.
Pero no deja de ser extraño quedarse en paz cuando uno se ha dado cuenta de que su pasado no es recuperable. Pensar, menos mal.
Y de repente le venía aquella pregunta y la lanzaba. No era una pregunta conveniente. Indagaba en asuntos que exponían a mi primo ante el oído de los que estaban presentes y que parecía querer decir que entre él y yo había una supuesta confianza.
Al ser mi primo, la mayoría de los clientes presupondría esa intimidad y él, con poco carácter y personalidad débil, no desmentiría con su actitud esa pretendida confianza.
No le quedó más remedio que enfrentar la pregunta, aunque no fuese enteramente responsable de su planteamiento al cien por cien, pero eso pasa inexplicablemente en ese y en cualquier momento.
Mi primo levantó la mirada de lo que estaba haciendo y ya estaba sonriendo. Siempre sonreía. O se mostraba sorprendido. Eran sus dos pinturas faciales para ir por la vida. Cuando estaba despierto.
-Pues productos-  contestó, intentando parecer pícaro.
-Quiero decir- insistí yo- ya sé que ganas más de seiscientos euros al mes, pero te lo pregunto para tener una idea de lo que se saca de este negocio. Aunque me lo digas no sabré cuánto te embolsas al mes.
Esta vez no levantó la vista y siguió con sus manipulaciones sobre el mostrador.
-Para saberlo tendría que saber cuántos productos vendes al mes- yo no tenía ni idea de dónde quería ir a parar. El sueño me había dejado verdaderamente extraviado.
Los clientes me miraban intrigados. Parecían estar más interesados en mis preguntas que en sus respuestas.
-Ya sabes- volví a insistir- con una regla de tres.
Afuera nevaba de lo lindo, hacía ocho grados bajo cero y ninguno de los presentes pasaba por alto el hecho de que una vez despachados, previo pago, había que coger la bolsa y salir a la calle. Por un momento se olvidaban del duro invierno que estábamos pasando. La noche anterior, al pastor del pueblo se le habían muerto de frío ocho corderos, uno por cada grado. Aún no se sabía a quién pertenecían, pues el pastor no era dueño de ninguno de ellos, sino sólo su cuidador. Era costumbre en éste y en otros pueblos humildes de la zona que las familias entregaran sus escasas ovejas- a veces sólo una- al cuidado de un pastor común, a cambio de una pequeña contribución que sumadas, permitía al hombre ir comiendo y pagando los gastos de su estrecha vida.
-Pues productos, hombre- contestó mi primo, a la vez que le daba la bolsa a Cristina, la hija del zapatero.
Ésta pagó pero no se fue. Pasa en los pueblos. Se pega la hebra a la menor oportunidad. Ahora el interés no era meramente social, de cotilleo y chafardeo, se dilucidaba una batalla entre mi primo y yo. Acababa de darme cuenta. Mi insistencia había despertado el interés, ya no por saber aquel dato o no saberlo, sino por comprobar quién de los dos se salía con la suya, cómo mi primo se zafaba de mis ataques y cómo me las ingeniaba yo para armar otras estrategias.
Nadie hablaba, mi primo se afanaba detrás del mostrador con insistencia y yo me había quedado satisfecho con lo sucedido. Para llevar el asunto al terreno trivial, me decía que de alguna manera todos los presentes se habían alarmado, habían salido de su somnolencia pueblerina, rutinaria y aburrida.
Cristina hurgaba en la bolsa que le acababa de dar mi primo. Era solterona y había sustituido a su madre en el hogar familiar. El zapatero no había dejado de tener ama de casa a pesar de haberse quedado sin esposa. Cristina no tenía pesadillas con su padre cuando dormía, las tenía despierta. Al revés de mí. Pero eran pesadillas al fin y al cabo. Así que soltó, sin dejar de hurgar en la bolsa,
-Con lo que yo te he comprado debes haber ganado unos quince euros.
Mi primo sufrió un leve espasmo y el conjunto de botes de conserva que estaba manejando trastabillaron. Pero no contestó. Así que le pregunté a Cristina,
-¿Cuánto le ha costado todo?
-Cincuenta y siete con treinta y cinco- dijo.
-Ha ganado más- sentencié.
Mi primo puso cara de despistado mientras empaquetaba unas chuletas de ternera  que le entregó a Luisa, la de los periódicos, y dijo,
-No señor, he ganado lo justo- se sonrió y se encaró con Luisa,
-¿Algo más?
-¿Cuánto me cuesta esto?- preguntó Luisa, mientras le indicaba el paquete que acababa de entregarle.
Mi primo mantuvo la sonrisa con dificultad. Pulso en la balanza y dijo,
-Dieciocho con setenta.
Luisa me miró,
-Al menso ocho euros- le dije.
Le miramos los dos. Le miraban todos.
Quiso poner cara de enfado y quiso sonar cortante cuando le dijo a Luisa,
-¿Vas a querer algo más o ya está?
-No, no, quería unos garbanzos- dijo Luisa.
-¿De la zona o de Fuentesaúco?- preguntó mi primo.
-¿Con cuál ganas más?- quiso saber Luisa.
Mi primo sonreía sin ganas y sin saber qué decir, cuando se abrió la puerta de atrás de la tienda y salió mi tío frotándose las manos y bufando,
-Hace un frío de cojones hoy- dijo.
Levantó la cabeza, miró a los presentes y dio los buenos días.
Debería haber una orden genética que obligase a los padres a irse escondiendo cuando el hijo empieza a asomar.
Todos contestaron. Mi primo lo estaba mirando. Mi tío le dijo,
-¿Tengo algún pirulí en el bigote?- y se rió.
Le echó mano a la artesa donde estaban los garbanzos, que mi primo había situado sobre el mostrador y preguntó,
-¿Para quién son los garbanzos?- y se dispuso a despacharlos sin saber si eran esos o los otros, que también estaban en otra artesa, los que quería el cliente.
-Para mí- dijo Luisa- ponme un quilo.
-Bueno, gente, me voy- dijo Cristina.
Al abrir la puerta, la espectacular blancura de la nieve entro en la tienda como un rayo hiriente de fuego frío y todos nos estremecimos. Menos mi primo, que cabizbajo, movía enseres, productos y bolsas de aquí para allá, para al final dejarlos dónde estaban momentos antes.
-Despacha a tu primo, hombre- le dijo mi tío.
Entonces mi primo me miró y supe por qué yo soñaba lo que soñaba y por qué él tenía siempre aquel aspecto de gato asustadizo.
Mi tío me miró y se sonrió, mostrando los dientes mellados y puntiagudos de una vida que ya no estaba en su plenitud pero que para nada se había resignado. Y por un momento nos lo dijimos y por un momento yo creo que lo mire y él me entendió. Pero no me contestó y con aspecto que me pareció compungido volvió a mirar a Luisa,
-¿Algo más?

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