Insistieron tanto que al final tuvo que ir.
- Pero si yo, con saber que estáis a gusto, ya me conformo.
Hacer mil quilómetros para…
- Mil quilómetros, mil quilómetros, pero si a veces haces
tres mil para vender uno de esos aviones- le dijo su padre.
Y tuvo que ir.
Les había costado decidirse y seguramente tanta vacilación
ahora se había convertido en entusiasmo. Las sensaciones ni se crean ni se
destruyen, se transforman.
Le había parecido bien el cambio. La casa de siempre era
enorme para su edad y los conocidos ya estaban agotados.
- Nunca dicen nada nuevo- solía decir su madre.
Que él se preguntaba qué de nuevo podía decirle su padre,
con el que llevaba cincuenta años casada.
Ahora tenían una pequeña casita en una urbanización, por
Alicante, que llamaban El Condominio. Una urbanización matemática con calles
rectas y anchas, con dos mil o tres mil árboles todos idénticos, no iguales, no
de la misma especie, sino idénticos, con supermercados, tiendas y farmacias,
estratégicamente y proporcionadamente bien distribuido todo. Eso lo escribió su
padre en un email. Él le preguntó qué quería decir una “urbanización
matemática”. Pero no le contestó.
Sus padres no pudieron ir a buscarle al aeropuerto.
- Irá uno de nuestros vecinos- le dijo su padre, sin
explicarle las razones.
No llevaría un cártel con su nombre si no uno que tenían
para casos así. Pone Condominio, le acabó diciendo.
Era un anciano. Tanto, que cuando lo vio pensó que habían
venido dos personas a buscarlo. Pero no pudo encontrar a la otra por ninguna
parte.
- Te pareces a tu padre, eres desgarbado y tienes una melena
impropia de tu edad. La de tu padre es insultante. Lo primero que uno piensa
cuando lo ve por primera vez es que es una peluca y se dice uno para sí- será
gilipollas, casi ochenta años y se compra una peluca de adolescente- Pero no,
es natural. En Condominio es famoso por ello.
Decían Condominio, no El Condominio.
Había venido en uno de esos coches que tienen prohibido
acercarse a las autopistas y demás vías de circulación rapidas, sólo para
distancias cortas, y que no pueden ir a otra velocidad que no sea la que
entorpece el tráfico. Con la garantía de que si se tiene un accidente, todos
los ocupantes perecen en él sin ningún tipo de duda.
- Tiene poco equipaje- se extrañó el vecino de sus padres.
Andaba vacilante pero cuando se sentó y puso las manos sobre
el volante todo él se transformó.
- Dice tu padre que vendes aviones- le dijo camino de la
urbanización.
Cada vez que hablaba, hacía una pausa, y lo miraba durante
unos segundos.
- Sí, sí, aviones de guerra y aviones privados, nada de
aviones comerciales. Eso es otro cantar- le dije yo.
- ¿Cantar?- se extrañó- Es que soy sordo como una tapia.
Vi que no llevaba ningún aparato. Se lo dije.
- No, soy enemigo- se calló un momento- somos enemigos de
rodearnos de muchos artilugios.
Lo miró.
- Para evitar el síndrome de Diógenes.
Entonces cayó en la cuenta de que esa debía ser la razón de
no poder llamar nunca a sus padres. Debiendo espera a que fueran ellos,
generalmente su padre, el que llamaba.
- Pero y si os pasa algo-le decía él.
- ¿Y qué nos va a pasar? Aquí hay mucha gente, unos
pendientes de otros, siempre.
Lo llamaba desde una cabina telefónica.
- Hay un montón, estratégicamente situadas.
En esos momentos cayó en la extraña pulcritud de su
acompañante.
Al llegar a las primeras casitas, su madre estaba
esperándolos.
- Tu padre vendrá ahora.
Su taxista circunstancial ni se bajó. Descargó el poco
equipaje que llevaba y vieron, él y su madre, como se perdía a lo lejos, al
cabo de unos minutos.
- ¿Cuánto mide la calle?- le preguntó a su madre- Es
larguísima.
- Sí, en Condominio sólo hay cuatro calles largas y
trescientas cortas.
Se quedó mirándola. Debería ser información comercial de la
promotora de la urbanización.
Miró a su alrededor. Nada de lo que había, sobraba o
estorbaba. Parecía todo un escenario ordenado con la intención de trasmitir
algo concreto y muy preciso, que a él le pareció que debía tener algo que ver
con la seguridad. Con la seguridad en todas sus modalidades y variaciones.
Como si fuese una casa ordenada. Sin niños, pensó.
Su madre permanecía tranquila, parecía arreglada para una
fiesta.
- Estás súper elegante- le dijo mientras la tomaba por los
hombros, tratando de crear una complicidad que recordara algo más que el suave
olor de otros tiempos.
- Sí, lo vigilamos mucho en Condominio.
Se podía ver un grupo que se aproximaba haciendo futin desde
el principio de la calle.
- ¿Vamos?- la invitó a la vez que cogía el equipaje.
- Espera que llegue tu padre- dijo ella y le indico al grupo
que venía hacia ellos.
- Está todo impoluto- comento él, haciendo tiempo.
- Sí, es para evitar el síndrome de Diógenes- aseguro su
madre mirando a su alrededor.
- Estás más gordo- le dijo. Mirándolo como si fuese un
simple conocido.
- ¿Por qué se llama esto Condominio? ¿O por qué lo llamáis
así?
- No sé, es un condominio ¿No?
Saco el móvil y busco “condominio”. Mientras se descargaba
la página le echó un vistazo al grupo que aprecia que aunque se movía no terminaba
de llegar nunca. Debían ser unos quince. Comandado por alguien desde luego muy
colorido.
- Se le va a la legua- dijo señalando al grupo.
- Es el monitor. No le gusta nada ir de esa guisa, pero es
que algunos no ven bien.
- Tú, ¿No te animas?
- Sí- le contestó ella.
- Condominio- leí en voz alta- Uno. Posesión de una cosa, en
especial de una finca o de un inmueble, por dos o más personas a la vez. Dos.
Territorio no autónomo sometido a la autoridad conjunta de dos estados.
- Pues será por algo de eso, aunque nuestra casita es
nuestra y de nadie más- dijo ella- O por algún cuentista que quería vender las
casas. Se oye cada cosa.
Entonces se acordó del anciano sordo.
- ¿Cómo es que conduce un hombre sordo, mayor y que además
no lleva un sonotone?
Casi pareció que la había recuperado cuando oyó que decía
con sorna,
- Es que si nos ponemos a ser exigentes…
El grupo ya estaba encima. De él destacó su padre.
- Al fin te podemos ver- exclamo con las manos apoyadas en
las caderas.
- Este es mi hijo- le dijo al resto, volviéndose hacia
ellos.
Se armó una algarabía sorprendente dado que venían corriendo
y que debían estar agotados. Oyó bienvenidas, recibió apretones de manos, todo
un poco exagerado. No conocía a nadie. Te gustará, ya lo veras. Tus padres no han
podido hacer mejor elección. Y frases por el estilo. Hasta que el monitor
eléctrico pitó y los puso a todos otra vez en marcha. Alguien le había dado un
caramelo.
Su padre y su madre se quedaron con él.
- Ahora te enseñaremos nuestra casita- dijo su padre.
Se la imaginaba. No quería ir. Desenvolvió el caramelo y
tiró la envoltura al suelo.
Su madre al verlo, exclamó,
- No puedes ver nada limpio, en cuanto ves algo…
Dejó la frase sin acabar y se agachó a recoger el papel.
- No veas el trabajo que te quita tener pocas cosas y que el
polvo no se pueda acumular más que en los rincones, nada de libros, plumas,
paquetes de tabaco y sellos- comentó su padre.
Así que así iba a ser la estancia, pensó.
-¿Me enseñáis la casa?