Me llevé la mano a la mejilla pero apenas
pude tocármela pues el dolor me lo impidió. Pensé en ir a mirarme al espejo.
Caí en la cuenta de que ya no había ninguno colgando. El camión de la mudanza
se los acababa de llevar.
Me senté. Con el fin de no seguir iniciando acciones que no pudiese
concluir.
Vi el automóvil a través de la ventana. Iría
a la farmacia. Salí a la calle, en dirección al coche. La tarde parecía estar
esperándome, me dije conciliador. Para animarme. Aunque también podría decir
que estaba acechándome. Tal era su fijación. Por no haber no había ni viento,
con tal de quedarse a ver qué podía pasar.
Busqué las llaves y en los bolsillos palpé la
blandura de unos billetes enrollados, en uno, y la piel endurecida de un
caparazón de tortuga en el otro. Al camionero le había dado asco y se negó a
llevársela en el camión. Un caparazón que pesaba tirando largo unos cincuenta
gramos. En cualquier caja, en cualquier rincón.
-No es el camión- dijo- Es mi corazón.
Tan rudo, tan camionero y tan cursi.
-Bueno, vaya con cuidado. El piano es muy
valioso y no me parece que esté muy bien asegurado- le dije y sonó a venganza.
Estaba esperando que me retara para
explicarle con pelos y señales, como nada más morir metí la punta de un
cuchillo entre el caparazón y la carne y
la desollé. Después la limpié bien por dentro y ya no se separó nunca más de
mí. Había infinidad de fotos. Yo, delante del atril, con la batuta en la mano y
el caparazón al lado.
Pero no. Me miró con cara de confiado y con
una media sonrisa, alzó su mano derecha e hizo ese gesto típico de los cesares
en la época romana con la que indicaban que el gladiador no tenía que morir.
-Es usted muy grande- dijo a modo de
despedida.
¿Sería posible que supiera quién era? ¿O se
lo decía a todos?
No tenía las llaves.
Bueno, le daría opciones a la tarde y me
pasearía por ella camino de la farmacia. Justo al echar a andar se levanto un
poco de viento. La tarde caminaba conmigo. Mirándome desde cualquier sitio.
Al llegar frente a la farmacia, la tarde se
fue hasta un banco próximo, el viento desapareció. Allí se quedó sentada.
El rotulo de la farmacia informaba que se
abriría al cabo de dos horas y que la de urgencia estaba en la calle Alisios.
El viento ya habría llegado. No entendí el chiste. Miré a la tarde. No tenía
pinta de querer ayudarme.
Dos personas jóvenes pasaron hablando.
-A estas horas- dije en voz alta.
Me miraron con simpatía. Los jóvenes no me
caen bien. Me tomo esa libertad con ellos. Sé que no les importa lo que yo
sienta por ellos. Eso me da la libertad de sentir lo que quiera sin miedo a
herirlos. No me pasa en la orquesta. Dónde cada vez que levanto la batuta para
hacer un comentario veo una mirada que me amenaza con una depresión.
-No es grave, no tiene que preocuparse,
seguro que ha sido un descuido…
Y a continuación,
-Ese sostenido ha llegado un poco tarde, pero
es fácil de corregir. Ánimo.
Aprovecho para mirarme en el escaparate. El
reflejo, cargado de todo lo que puede recoger de la calle, sólo me deja ver una
zona de color oscuro sobre mi rostro blanquecino.
Alzo la mano. El dolor me lanza un bocado y
retrocedo.
Quiero volver a casa. Pero ya es demasiado
tarde. Hay una farmacia de guardia esperándome.
Sé que esta vez la tarde no me acompañara.
Porque la tarde ya se ha establecido, sólo espera que pase su turno para irá
descansar. En cualquier sitio. La noche la encontrará.
La noche siempre lo encuentra. Demasiados
cómplices.
Pero no hay más que dos opciones. O se queda
flotando esperando que llegué el tiburón o nada en cualquier dirección. De
espaldas. Cansa menos. Llegará mojado a la farmacia pero lo entenderán. Lo
conocen.
Lo conocen y nunca le han dicho eso de,
-Es usted muy grande.
Es fácil. No hay oleaje, la calle es amplia,
el viento está en la calle Alisios. Sólo hay que tener paciencia.
Además cubre poco. En un momento de apuro
puede andar un rato. Con los pies en el agua.
¿Qué pedirá en la farmacia?
Se ríe, se ríe mucho.
¡Qué tontería!
Casi no cubre y pensando en tiburones. No, en
tiburones, no. En el tiburón.
En ese preciso momento una mano lo atenaza.
-Me lo imaginaba. Vi sangre y me dije, la
excusa perfecta para salir. Vas a matarme. Menos mal que a dónde vamos estarás
más controlado. Podré vivir un poco. Y tú también estarás mejor. Podrás tocar
el piano durante horas y dirigir, dirigir lo que quieras y el tiempo que
quieras. Vamos, el taxi nos espera.
El tiburón.
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