Cuando llegué de comprar la prensa vi que se
esmeraba con la limpieza del timbre de la puerta.
Puse mi cara de entre divertido y sorprendido
con un pequeño toque de amargura y un ligero y distante conato de mala leche,
de rabia.
Le pregunté,
-¿Qué haces?
Pregunta a todas luces tonta e innecesaria
pues era muy evidente lo que hacía. Era una pregunta que en mi caso pretendía
resumir un libro. Y claro, contestar un libro es imposible. Como mucho se puede
escribir otro libro en plan réplica.
Así que simplemente dijo,
-¿Qué es lo primero que una visita ve en una
casa?
-La fachada- dije
-¿Y después?
-La verja- dije
-¿Y después?
-El jardín- dije
-Pero, ¿Y si la fachada es de lo más normal y
no hay verja ni jardín?
-Pero nosotros si tenemos- argüí.
-Sí, pero la gente actúa de forma maquinal y
no lo hace por lo que se encuentra si no por lo que está acostumbrada a
encontrar. Y en condiciones normales, ¿Qué es lo primero que encuentra?
Vale, me rendí.
-El timbre.
Sin mirarme en ningún momento.
-Y éste estaba lleno de mierda. Imagínate la
impresión. Siempre miras donde pones el dedo. Lo puedes tener todo dentro como
los chorros del oro, que esta primera impresión es fundamental, se queda
grabada a fuego.
E imposta la voz,
-¡Qué muebles tan ideales, que frigorífico
último modelo, sí, pero el timbre tenía más mierda que el palo de un gallinero,
pensé en llamar con los nudillos!
La besé en el cuello y entré en nuestro
hogar.
Los chorros del oro.
Los chorros del oro.
¿No suena como a batalla? ¿Un eco lejano que
regresa?
Mi madre era un adalid de la limpieza y el
orden. Nunca en mi vida he visto una casa tan limpia y ordenada como la suya.
Ya podía el polvo refugiarse en lo más recóndito de las habitaciones de mi
madre que ella lo encontraba y lo aniquilaba.
Mi padre, mis hermanos y yo entrabamos
limpios de la calle en aquella casa.
Móntatelo como quieras pero aquí no se entra
con barro en los zapatos, gotas de lluvia en la ropa o caspa. Esa parecía ser
la consigna. Vernos sacudiéndonos antes de entrar o escurriendo la ropa era
habitual.
Le encantaba enseñar aquel tresillo en el que
nos tenía prohibido sentarnos. Lo que extrañaba mucho a las escasas visitas que
teníamos. Todos sentados en sillas alrededor de la mesa del salón y el tresillo
como si se tratara de un mueble en exposición.
Fuimos tan desgraciados en aquella casa tan
limpia.
Leí los diarios sin perderla de vista. Así
que vi que terminó y subió a nuestra habitación, salí al porche y con una pella
de barro de nuestro jardín le dije a mi madre que aquella era mi casa.
Espero que ella lo entienda y tengamos una
oportunidad como matrimonio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario