Prolegómenos
Oscar
Martínez es un joven escritor salvadoreño que cuenta y no para de los horrores
que la violencia desata en su país. En la revista literaria, de aire muy
liberal, “Letras Libres”, el pasado mes de Mayo narraba tres ejemplos sobre ese
horror, basados en la diáspora hacia los USA de sus conciudadanos.
Cada
ejemplo más terrible que el anterior pero los tres engarzando un escenario que
más parece un infierno que otra cosa. Acabé de leerlo y no sé por qué me
pareció que presa de un pudor que lo había espantado, o algo así, Oscar
Martínez me había escamoteado algo. Y no se trataba de sed de horror si no de
sed de conocimientos. Notaba algo entre líneas que se había guardado, incapaz
ya de contar más desgracias.
Así que
leí el artículo una y otra vez, buscando el trozo escamoteado por él pero que
sin ninguna duda estaba tras de alguno de los detalles que nos contaba. Hasta
que lo descubrí.
Estaba
en el tercer ejemplo, que exponía, de cómo la vida se puede convertir en algo
de difícil catalogación si nos atenemos a unos anaqueles en los que lo lógico y
lo natural deberían ser los criterios.
En este
ejemplo nos habla de un policía cuarentón aficionado a la fotografía que se
dedica a retratar delincuentes, primero sin delito de sangre, cuando a penas
son unos pipiolos, y segundo, cuando ya
sobre su conciencia hay una o más muertes. Compara las dos fotos y ve como en
la mirada de estos jóvenes ejecutores algo ha cambiado. Horas y horas se pasa
mirando estas fotos, intentando concretar qué es lo que ha cambiado, intentando
concretarlo en palabras para poder explicarlo. Algo impreciso, de contenido tan
simple que horroriza más por su causa. Tiene cientos y en todos esa diferencia.
La presencia de la muerte, el poder de matar, el rostro de la víctima, no se
sabe, deja un poso, en la mirada del ejecutor, estremecedor.
Y ahí
se queda Oscar Martínez. ¿Extraño, no? ¿Ya está?
Claro
que no. Al fin y al cabo matar y morir, como todo, puede llegar a convertirse
en una costumbre. Algo difícil de
aceptar pero ha sucedido y seguirá sucediendo. Y esto fue lo que descubrí, que casi
todo el mundo pensará que me he inventado y puede que sea cierto pero puede que
no. Algo peor que el hecho de que la presencia de la muerte te transforme,
mucho peor. Lo cuento.
Lo peor
“Una
mañana me llamó el fotógrafo aficionado a mirar cómo cambiaban los ojos de los
jóvenes, algunos niños, una vez que habían matado.
-Vengase,
que tengo algo que mostrarle.
Parecía
alterado. Algo sorprendente en un hombre que había pasado por la contemplación
de cientos de asesinos, algunos multiasesinos, y por otros tantos o más de
asesinados, algunos multiasesinados.
Tenía
sobre la mesa dos fotos. De tamaño más grande de lo habitual. Era el rostro de
uno de sus detenidos al que como acostumbraba, había fotografiado en su día,
detenido por robo, amenazas, violación o cualquier otro hecho criminal no
sangriento, y más tarde, quizás recientemente al volver a ser detenido, esta
vez por delito de sangre, había vuelto a fotografiar.
Se
notaba diferencia entre una y otra foto. Debían tener una separación de entre
uno y tres años. Era un adolescente de mirada concentrada, con el cabello corto
en la segunda y un tanto abandonado en la primera. Sucio en ambas.
-Aquí-
señalo el policía y puso el dedo sobre una de las fotos- no había matado a
nadie.
-Aquí-
y señaló la otra foto- ya ha matado a un rival de treinta años- no especificó
en qué eran rivales- a su esposa, a su cuñada y a su hijo de seis meses. Y a
una profesora de su hermana que la suspendió en Historia en el liceo.
Supuse
que quería que mirase los ojos del delincuente en ambas instantáneas, buscando
ese cambio en la mirada, intentando ver donde estaba ese matiz añadido o
perdido para siempre. Pero no fui capaz de ver nada.
Lo miré
interrogante.
-Ya
pasó- me dijo y tuve la sensación de que su voz temblaba”.
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