sábado, 1 de agosto de 2015

Siempre se oculta lo peor




Prolegómenos
Oscar Martínez es un joven escritor salvadoreño que cuenta y no para de los horrores que la violencia desata en su país. En la revista literaria, de aire muy liberal, “Letras Libres”, el pasado mes de Mayo narraba tres ejemplos sobre ese horror, basados en la diáspora hacia los USA de sus conciudadanos.
Cada ejemplo más terrible que el anterior pero los tres engarzando un escenario que más parece un infierno que otra cosa. Acabé de leerlo y no sé por qué me pareció que presa de un pudor que lo había espantado, o algo así, Oscar Martínez me había escamoteado algo. Y no se trataba de sed de horror si no de sed de conocimientos. Notaba algo entre líneas que se había guardado, incapaz ya de contar más desgracias.
Así que leí el artículo una y otra vez, buscando el trozo escamoteado por él pero que sin ninguna duda estaba tras de alguno de los detalles que nos contaba. Hasta que lo descubrí.
Estaba en el tercer ejemplo, que exponía, de cómo la vida se puede convertir en algo de difícil catalogación si nos atenemos a unos anaqueles en los que lo lógico y lo natural deberían ser los criterios.
En este ejemplo nos habla de un policía cuarentón aficionado a la fotografía que se dedica a retratar delincuentes, primero sin delito de sangre, cuando a penas son unos pipiolos, y  segundo, cuando ya sobre su conciencia hay una o más muertes. Compara las dos fotos y ve como en la mirada de estos jóvenes ejecutores algo ha cambiado. Horas y horas se pasa mirando estas fotos, intentando concretar qué es lo que ha cambiado, intentando concretarlo en palabras para poder explicarlo. Algo impreciso, de contenido tan simple que horroriza más por su causa. Tiene cientos y en todos esa diferencia. La presencia de la muerte, el poder de matar, el rostro de la víctima, no se sabe, deja un poso, en la mirada del ejecutor, estremecedor.
Y ahí se queda Oscar Martínez. ¿Extraño, no? ¿Ya está?
Claro que no. Al fin y al cabo matar y morir, como todo, puede llegar a convertirse en una costumbre.  Algo difícil de aceptar pero ha sucedido y seguirá sucediendo. Y esto fue lo que descubrí, que casi todo el mundo pensará que me he inventado y puede que sea cierto pero puede que no. Algo peor que el hecho de que la presencia de la muerte te transforme, mucho peor. Lo cuento.

Lo peor
“Una mañana me llamó el fotógrafo aficionado a mirar cómo cambiaban los ojos de los jóvenes, algunos niños, una vez que habían matado.
-Vengase, que tengo algo que mostrarle.
Parecía alterado. Algo sorprendente en un hombre que había pasado por la contemplación de cientos de asesinos, algunos multiasesinos, y por otros tantos o más de asesinados, algunos multiasesinados.
Tenía sobre la mesa dos fotos. De tamaño más grande de lo habitual. Era el rostro de uno de sus detenidos al que como acostumbraba, había fotografiado en su día, detenido por robo, amenazas, violación o cualquier otro hecho criminal no sangriento, y más tarde, quizás recientemente al volver a ser detenido, esta vez por delito de sangre, había vuelto a fotografiar.
Se notaba diferencia entre una y otra foto. Debían tener una separación de entre uno y tres años. Era un adolescente de mirada concentrada, con el cabello corto en la segunda y un tanto abandonado en la primera. Sucio en ambas.
-Aquí- señalo el policía y puso el dedo sobre una de las fotos- no había matado a nadie.
-Aquí- y señaló la otra foto- ya ha matado a un rival de treinta años- no especificó en qué eran rivales- a su esposa, a su cuñada y a su hijo de seis meses. Y a una profesora de su hermana que la suspendió en Historia en el liceo.
Supuse que quería que mirase los ojos del delincuente en ambas instantáneas, buscando ese cambio en la mirada, intentando ver donde estaba ese matiz añadido o perdido para siempre. Pero no fui capaz de ver nada.
Lo miré interrogante.
-Ya pasó- me dijo y tuve la sensación de que su voz temblaba”.

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