Asistí,
un si es no es escamado, pues tal fue la peculiaridad del asunto, a una breve
conversación que tuvo lugar en un bar situado en los aledaños de la Estación
del Nord de Barcelona mientras esperaba el autobús que habría de llevarme a
Palafrugell. Acababa de llegar, procedente de Muelas del Pan, un pueblecito de
la provincia de Zamora del que yo era originario, y la abundancia de horarios,
trayectos y el solipsismo por el que transitan las líneas de autobús, hacían
inviable cualquier posibilidad de trasbordo. Era acabar un viaje y esperar lo que hiciera falta para empezar el otro.
Concretamente en este caso, tres horas.
Estaba
desayunando cuando entraron dos hombres en animada conversación, que se
colocaron al lado de un joven en el que hasta ese momento yo no había reparado.
Llevaba sobre sí todo lo que hay que llevar para ser un joven de hoy en día.
Colocado, colgando e incrustado, pues amén de los “piercings”, lucía unos
cuantos riachuelos de tinta, conocidos como tatuajes, harto llamativos en sus
brazos descubiertos y musculosos, que dejaba ver casi en su totalidad una
camisa de manga corta, muy corta, casi camiseta de tirantes.
Los dos
hombres de edad ya madura, la cincuentena larga, no le prestaron atención
y de espaldas a él siguieron su
conversación que por lo que empecé a
oír, iba de comida.
-A mí
las delgadas me encantan. Además se dejan hacer lo que quieras. Todo les va
bien. No hay que dejarlas que se cuezan mucho. Y crudas, bien aderezadas, una
delicia.
-Donde
esté la Perona que se quiten las delgadas. Toda carne. Es suculenta y sabrosa. Con
un buen jamón. Aunque también admite cualquier cosa que se te ocurra hacerle y
si al freírla, si te gusta lo picante, le das por aquí y por allá unos
toques…se te queda….. ¡hum!.... buenísima. La Perona está buenísima.
Mantenían
esta conversación tomándose de forma apresurada unos cafés que el camarero les
había puesto sin que llegaran a pedirlos. Se veía que eran clientes.
Y
ahora, que me llegaba ese detalle a la mente y por la vestimenta, cómoda y un tanto
ruda, pensé que debían ser agricultores que habían bajado al mercado que justo al
lado se celebraba cada día.
Acabaron
y, sin pagar ni despedirse, se fueron. Lo que corroboró la idea de que eran
habituales del establecimiento.
No bien
hubieron desaparecido, el joven que trataba de entablar conversación con el
camarero mascullando frases que yo no entendía y que el camarero parecía no
querer entender, alzó la voz y declaró,
-Pues a
mí me gustan todas, delgadas y gordas, crudas y fritas- ahí se río- aunque por
lo que decía uno de la Perona y cómo lo decía, debe estar buenísima. No me
importaría probarla.
Y
volvió a reír con complicidad.
Una
complicidad que el camarero no recogió, pues lo miró con indiferencia y siguió
con su tarea.
El
joven insistió,
-Oye,
¿Vive por aquí la Perona?
Ahora
el camarero lo miro detenidamente y se acercó a él,
-Hablaban
de judías- le dijo y se fue con unos vasos en la mano.
El
joven se quedó pensativo, viéndolo ir y venir, con vasos, platos, tazas,
cucharillas. Metiendo de un sitio, sacando de otro sin dejar de lado el trapo
amarillento que llevaba como algunas mujeres el bolso, orgánicamente.
-Judías-
dijo para sí, como si tratase de plantear una ecuación o de resolver un enigma.
Al cabo
de unos segundos se volvió a dirigir al camarero,
-Estos,
¿De dónde son?
El
camarero, esta vez sin acercarse, le contestó,
-Son
del Vallés, vienen todos los días, con sus cosas. Son agricultores.
-Agricultores
y antisemitas- concluyó el joven- Un buen par de jodidos antisemitas.
Le dio
un último trago a la cerveza. Preguntó el precio, pagó y se fue.
Le vi
perderse por la puerta y ni tan siquiera miré al camarero. Quería disfrutar del
momento, como un espectador ante el escenario de un vodevil. No deseaba una
mirada de inteligencia, de complicidad que me remitiera a la realidad de lo
oído. Pasar de lo que en soledad podía calificar de cómico a lo que en compañía
podía resultar grotesco. Lo que yo en mi pensamiento podía calificar como
mágico pero que roto por una mirada ajena podía tornarse trágico.
Pasaron
unos minutos y al cabo entraron unos clientes. Todo volvió a la normalidad y
entonces sí, el camarero y yo nos miramos.
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