A
Robert Walser,
Que
escribió y escribió,
Cómo
los demás respiramos y respiramos.
Era una tienda, ni grande ni
pequeña, donde se vendía de casi todo. Por allí pasaba la mayor parte del
vecindario, tanto hombres como mujeres, o más o menos.
Los comerciales, se decía que
sentían por aquel colmado una predilección inexplicable, intensa, pero que no
se podía definir. Recorrían cada día, o casi cada día, entre cincuenta y
setenta establecimientos pero era en aquella tienda donde se sentían
diferentes. Ni un comercial ni un cliente.
Y a decir verdad, o una
aproximación de la verdad, el que tras el mostrador estuvieran los dos, marido
y mujer, y sobre todo que no se supiera quién de los dos mandaba, era
inquietante.
Se oía muchas veces,
-¿Qué desea?
-Pues no lo sé, quería unos
garbanzos pero ahora ya…….
Y al final se llevaba un par de
calcetines.
Todo era impreciso. Bueno, todo no,
casi todo.
En el pueblo era de las tiendas más
conocidas. No se puede decir o especificar qué tipo de fama arrastraba pero eso
sí, era sobresaliente.
No había hijos, o sí. En realidad
no era un hijo pero se comportaba como tal. Era un sobrino que tampoco era hijo
de su hermana, de él o de ella, no lo sé. Porque era adoptado.
Entraba y salía mientras sus tíos
vendían o compraban, como si fuera su casa.
Ya fuera un día soleado o un día
nublado, lloviese o soplase el viento, alrededor del colmado siempre o casi
siempre las cosas iban así. Hasta que un día entro un capitán del ejército. Se
sabía que era un capitán porque lo llevaba escrito en el alzacuello. Capitán.
Entro decidido, tanto, que los presentes
se quedaron no mudos, no hablando como quien no ha visto nada, si no murmurando
tan bajo que casi parecían pensamientos lo que decían.
-Quiero una docena de alcayatas- exclamó,
después de dar los buenos días.
No sé si el propietario o la
propietaria se quedaron sorprendidos o estupefactos.
Pero, claro, qué vas a hacer. Si
alguien te pide alcayatas pues se las das.
Estaba en trámite el pedido cuando
entro ella y a continuación de su hola pidió un carrete de hilo rojo y una
docena de tuercas.
No se sabía quién era. El que no
estaba buscando las alcayatas la atendió un si es no es convencido de que su
tienda era su tienda.
Aquel día debía ser laborable
porque el establecimiento estaba lleno, aunque a decir verdad también abría
algunos días de fiesta. Lo cierto es que entre ellos no se dirigieron la
palabra y se mantuvieron atentos a su pedido.
Los otros clientes, que no habían
mostrado en ningún momento prisa ni intención de decir lo que deseaban
permanecían indecisos. Habían olvidado lo que querían pero no encontraban el
valor para marcharse.
El capitán pago sus alcayatas y se
fue. Ella le dijo adiós mientras el resto de los presentes no sabía qué fórmula
sería la adecuada, en ese momento, para despedirlo.
Y estaban en ese pensamiento cuando
ella hizo su pago y se fue con su carrete y sus tuercas. Algunos le dijeron
adiós y otros, hasta luego.
Después, al cabo de unos minutos,
no sé, unos cuantos, se les volvía a ver enzarzados en sus cosas y habían olvidado a la
pareja.
No sé si esto ocurrió cuando
estaban a punto de cerrar, ya al final de la jornada, o era de mañana, recién
abiertos. Sé que no había ningún comercial para explicarlo. Bueno, sí lo había,
pero hacía fiesta. Por lo que sus facultades eran otras.
Paso el tiempo de la forma que
suele pasar. Una veces lento y otras a toda velocidad. La tienda siguió su
devenir sin una clara muestra de una vocación irrenunciable, mientras los que
entraban y salían pues hacían eso, entrar y salir.
Un día llegó la noticia, no se sabe
quién la trajo, si fue un comercial, se oyó en la radio, o se leyó en los
diarios, lo cierto es que llegó la buena nueva de una boda. Precisamente la
boda de aquel capitán con aquella que vino a comprar hilo y unas tuercas. Una
boda que a todos pareció de lo más normal y esperado.
Como si hubieran nacido el uno para
la otra o viceversa.
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