Gracias a la advertencia de Ortega y Gasset, sabemos
que en nuestro amigo las circunstancias se
impusieron al yo.
Podía
haber sido la protagonista de este cuento una “amiga”,
lo que lo hubiera hecho más real,
pero ha sido un amigo,
lo que
lo ha hecho más auténtico.
No
fue extraño el caso, pues de casos extraños está lleno el matrimonio y
alrededores, y si no, sólo hay que pensar en aquella noticia de una pareja que
estuvo unida durante ochenta años y juraban y juraban que seguían siendo
felices. Costaba creerlo pero si lo juraban.
No
fue extraño y tampoco acabó en matrimonio, pero sí fue pintoresco por la
confluencia de hechos que impidieron que nuestro amigo…..pero mejor lo cuento.
Era
amigo mío, después ya no lo fue. Ya que yo no tuve su misma suerte y me casé. A
partir de ahí, de que se casa, siempre un hombre se capa. Y no estoy hablando
de los genitales, hablo de algo mucho más importante que de alguna manera te
convierte en un eunuco de la vida.
Pues
este amigo mío un día decidió que había llegado el momento de sentar cabeza.
Que, bien mirada, no deja de ser una expresión muy acertada, ya que es muy
cierto que en muchas ocasiones ese “sentar cabeza” viene a indicar que el sujeto
que así se expresa por alguna razón, a partir de ese momento en vez de sentarse
con el culo, lo hará con la cabeza. Lo que nos lleva al inevitable resultado de
que a la hora de razonar lo hará con el culo.
Ese
“sentar cabeza” de mi amigo, que ya anticipo que era muy ansioso, significaba
que se disponía a elegir a una mujer de nuestro entorno para contraer
matrimonio.
A
todos nos pareció una noticia de irrelevancia total. Algo así como estar
disfrutando, a la orilla del mar, de un horizonte azul y calmo en las costas tailandesas momentos antes del tsunami.
Lo
siguiente que supimos, dos semanas después, es que había llevado a cabo un
proceso de selección hasta quedarse con dos candidatas, una rubia y una morena.
Después desapareció.
No
es que desapareciese de desaparecer, si no que desapareció de no estar pero
estando.
No
participaba en las conversaciones, no aportaba ideas de qué hacer en las dos
horas siguientes, que venía a ser nuestra principal preocupación, y lo que nos
tenía más intrigados: Llevaba una libreta a todos lados que consultaba a cada
momento y en la que hacía anotaciones.
Al
final nos lo explico: Había hecho en ella dos columnas. En cada una de ellas,
las características de sus dos candidatas, los pros y los contras, lo que le
llevaba a contemplar los aspectos y la perspectiva de vida matrimonial que se
abría con cada una de ellas. En fin, intentaba decidir con cuál de las dos
estaría más a gusto.
Un
día anunció,
-Me
voy a construir una casa para cuando me case.
Dedujimos
que ya había elegido, pero no. Aún andaba con las columnas.
Nos
acercamos a ver cómo andaba su futuro nido. Era por la tarde, ya agotados los
bares y bien dispuestos para enfrentar cualquier posibilidad de imitación, pues
desde que había decidido casarse, a nuestro amigo lo veíamos, no feliz, pero sí
muy interesado.
Después
de una vuelta por las habitaciones, salas, cuartos de baño y cocina nos dimos
cuenta de que nuestro amigo había traspasado las columnas de la libreta a la
casa.
Alguien
comentó,
-Es
una sensación mía, debido a lo que nos hemos metido para el cuerpo, o mientras
que las ventanas de la planta baja son enormes, las de la planta primera son
enanas.
No
lo era. Coincidimos en que así sucedía.
-Igual
quiere reproducir una vieja costumbre de favorecer la perspectiva de la casa de
esta manera. Parecerá más alta- se opinó.
Cuando
salimos al jardín y vimos la mitad con cemento y la otra, con un primoroso césped,
nuestras mentes comenzaron a elucubrar.
Cuando
entramos en la habitación que iba a ser de matrimonio y vimos un vestidor y dos
armarios empotrados, se trataba de sumar dos y dos. O mejor uno y dos, que por
ahora a nuestro amigo el daban tres, cuando tenían que ser dos.
Una
voz apostilló,
-Estoy
un poco mareado.
Ya
se sabe lo egoísta y criatura que somos los hombres, así que cuando nos dijo
que no sabía con cuál quedarse, de manera que iba avanzando con la casa y según
con quien se quedase haría una pequeña reforma y listo, nosotros no fuimos de
esos amigos entrometidos que se ofrecen para ayudar en la elección, no,
nosotros fuimos simplemente amigos que valorábamos la amistad y le dijimos,
-¿Tú
estás seguro de que quieres casarte?
La
respuesta nos la dio tres semanas más tarde. Había acabado la casa y nos invitaba
a ver el partido Barça- Real Madrid.
Se
había comprado una televisión de ciento cincuenta pulgadas y un “home cinema”
de quince altavoces que había repartido por el salón. Además nada de tresillo y
mesa de centro, cuatro butacas con un aspecto imponente y a cada lado de ellas
una mesita con su cenicero y su posavasos.
-¿Y
esto a cuál de las dos le gusta?- le interpelamos.
Nuestro
amigo contestó,
-Esto
no le gusta a ninguna. Me gusta a mí.
Yo
soy un sentimental sensiblero, así que me aproxime a él y le di un abrazo muy
sincero. Se me humedecieron los ojos. Hubo aplausos y vítores.
Así
de esta manera tan particular nuestro amigo se quedó soltero.
Los
demás no tuvimos tanta suerte y de vez en cuando nos vemos y nos saludamos,
atribulados y un si es no es esperanzados. No sé en qué, pero esperanzados.
Tenemos
hijos y esposas. A veces vemos a nuestro amigo, solitario por las barras de los
bares, o paseando solo, camino de su casa, y nos da pena.
Pero
sólo a veces.