Le estaba pasando ahora con
el corazón, como le pasó antes, cuando el clarinete, y mucho antes, cuando
empezó a andar. Una sensación de ansiedad porque algo grande iba a suceder y
después una enorme decepción porque sólo era aquello. Se trataba de descubrir,
al fin y al cabo, que nada puede suplir la falta de contestación a la madre de
todas las preguntas. Nada. Que quede bien claro, nada.
Nada, ese concepto aniquilador
que no ha existido nunca, porque la nada no existe, y que nosotros hemos
inventado porque amamos los contrastes. Los amamos porque los necesitamos. Como
pasa con todo lo que amamos. No se ama, se necesita. El romanticismo es
necesidad de comer.
Se acuerda, se acuerda
perfectamente. La primera vez que se puso de pie. Tenía en la mente aquella
forma roja que brillaba por la mañana y por la noche. Inaccesible, en lo alto
de aquel mueble. Una mesa. Una mesa, simple y ramplona, oscurecida por el
brillo deslumbrante de aquello. Se fue tambaleando hacia él y lo tiró. Gritos y
sacudidas y él que se reía, se reía, desconocía los códigos y reía.
-Entonces pensé que sabías
jugar muy bien- le decía a su madre, años después, cuando recordaban el
incidente. Y ella,
-Es del todo punto imposible,
hijo, que te acuerdes de aquello. Tenías un año escaso.
Su madre puso otro objeto y
él saco la conclusión que nunca le abandonaría, de que ponerse a andar y perder aquella fuente de brillo rutilante
de alguna manera estaban unidos.
-Volviste a gatear durante un
tiempo. Fue muy chocante- concluía su madre.
No se atreve a decirle que
fue una decisión consciente. A la espera del brillo ausente, que no volvió
nunca más.
A la segunda vez que se puso
de pie ya sabía que aquello era algo que había que hacer pero que no conduciría
a nada. Ser consciente de aquello y no poderlo contar. Porque aún no hablaba.
Y apareció la pregunta por
primera vez: ¿Cómo aquello había dejado de brillar?
Ahora el doctor le pedía que le
hablase de lo que pasaba por su mente, porque le iba a operar del corazón, y
quería empatizar con él todo cuanto pudiese. Era una nueva estrategia de la
cirugía. Conseguir que el cirujano fuese lo más posible el paciente que iba a
ser operado. Hasta había sucedido en casos de renombre, en los que había tiempo
para planearlo, que el cirujano y el paciente habían convivido y lo habían
compartido todo durante unas semanas. Tiempo y dinero.
La segunda vez fue durante
sus estudios de clarinete. Tardíos pero gratificantes. Para entonces ya había
descubierto que lo que nos sucede acababa de suceder hace unas milésimas de
segundo. Estaba previsto. En realidad era muy fácil de entender. Lo que se ve,
antes se ha previsto. Nada puede verse sin antes preverse. Pura lógica que
gobierna nuestra vida y que nosotros ignoramos. Cuando alargas la mano para
acariciar, la caricia en tu mente ya pasó. Lo valoraste y tomaste la decisión.
También había descubierto que
la voluntad es el arma que les crece a los que no tienen talento o sufren de
contratiempos. Los talentosos en realidad son instrumentos del destino. No entienden
nada, sólo actúan.
Un día sintió un ligero
temblor, con el clarinete entre las manos y previó que si lo intentaba por fin
podría interpretar música, libre ya de tecnicismos y disciplinas. Lo había
sospechado pero no se lo acababa de creer. Tomo una composición de Mozart que le
gustaba especialmente. Llena de ese juego que ha hecho a este músico inmortal y
puso sus labios sobre la caña y sintió que los dedos estaban en su lugar,
aposentados plácidamente como una serpiente en primavera se aletarga tras una
comilona. Y sólo, durante unos breves minutos, se dedicó a soplar en armonía con
el universo.
A penas se estaba reponiendo
de la experiencia que sonó el timbre de la puerta. Un certificado del
Ayuntamiento.
-¿Usted sabe lo que me acaba
de pasar?- le dijo al funcionario.
El funcionario puso cara de sorpresa
primero y después de temor.
-¿Dónde tengo que firmar?- admitió.
Mientras firmaba vio como el
objeto se desplomaba de la mesa y, unos segundos después, se dijo con humor,
-A gatear de nuevo.
Se quedó en silencio y miró
al cirujano. Éste le dijo,
-Me parece que le he entendido
pero me sorprende que en estos pocos minutos que nos da la clausula de su contrato
con la mutua no me haya dicho nada de su familia.
Lo sintió de nuevo, pero
ahora ya estaba curado de ilusiones. Sabía que saliese como saliese la
operación, todo estaba como siempre, sucediendo a su ritmo. Impasible y
hermético mundo que nunca ha contestado ni una pregunta.
Al fin y al cabo gatear o que
te lleven en camilla sólo son dos opciones a andar de pie.
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