Sobre todo eran los trozos
entrevistos de carne. Algunas veces trozos neutros, otras, trozos augures de
mejores trozos de rincones profundos y calientes, acogedores y pegajosos, dónde
extinguirse. Pero por encima de todo es que eran trozos anhelantes, de cambio.
Con un valor impreciso, no
ajustado, pero cierto, indiscutible. Indudable. Unas tenían y unos querían. Así
de simple. Desde el principio. El principio de los tiempos.
Era un mercado nada publicitado
pero lleno de mercadería. Muy visitado. Llegaban los insaciables, siervos de un
hambre ajeno, colocado allí, y que sólo tenía como justificación la vida.
Así que cuando ella se acercó,
todo estaba entendido.
-¿Me invitas a algo?
Se pusieron a beber y al poco tiempo
no acertaban a saber qué. Lo acababan de pedir y bebían. Simplemente.
Comprobaron, pasados diez
minutos, que podían llegar a algo. Si aguantaban en silencio, bebiendo y
fumando más de media hora, la cosa iba en serio.
Entonces él habló,
-¿Cómo te llamas?
Ella lo miró divertida.
-Estoy aquí contigo porque me
pica ahí abajo, tengo dos hijos y no puedo rascarme muy a menudo.
-Ése es un buen nombre- dijo él,
apurando la bebida. Maracaneó con los cubitos de hielo.
-¿Y tú?- preguntó ella, que
hablando de ahí abajo, había decidido que corriera el aire.
-Yo, Manolo- contestó él y se
metió un cubito en la boca.
Le dieron un empujón por detrás
y tuvo sus pechos a tiro de lengua. El olfato apuró apresuradamente todo lo que
encontró por el camino. Fruto de tamaño festín terminó de coronar una erección
que sólo esperaba un final.
Se volvió hacia el que le había
empujado. Ni tan siquiera parecía que se hubiese dado cuenta. Estaba embebido
en risas y frases que entrechocaban.
-No lo conozco, lo juro- dijo
él.
-Me llamo Elisa- afirmó ella.
-Vengo cada noche dispuesto a lo
que sea y te juro que lo necesito. Te juro que maldigo la educación que recibí,
los prejuicios cosidos a cal y canto que siento pero no veo modo de
extirparlos. Y cada noche es igual. Qué garantía tienes de que todo no vuelva a
ser igual.
Hizo una pausa y la miró. Estaba
entendiéndolo.
-Y eso cansa- concluyó.
Pasaron tiempo en silencio. Ella
ni bebía ni fumaba.
En un momento determinado, que
la música dejo en el suelo todos los sucesos que acogía en su seno, ella se dio
la vuelta y se alejó. Parecía un día cualquiera.
Dejando trozos de carne que se
asemejaban a fugaces cometas alejándose. Cometas que van y vienen. Cometas, que
todo el mundo sabe, un día chocarán contra el planeta y provocaran la extinción
de los dinosaurios. Pasaba constantemente.
Sobre todo eran los trozos no
entrevistos del espíritu. Trozos nada neutros que te obligaban a pasar una y
otra vez frente a los puesto y valorar la relación calidad- precio………Una
calidad difícilmente aquilatable y un precio que nunca se acababa de acordar.
Preguntó cuánto era y pagó.
El aire fresco le pareció un
amigo. Lo respiró agradecido y los trozos una vez más respiraron al unísono. Al
menos eso quería decir algo.