Andaba escribiendo un soneto, aún no sabía por qué lo hacía (confiaba en que al acabarlo vería la razón en la brillantez del poema, su razón que como una pepita de oro había que rescatar de no sabía dónde, aunque dentro de él) pero ahí estaba.
No acababa de sentir la rima, la disonancia rechinaba y el tema aparecía mantecoso e indefinido. Además, para desanimarse y encontrar un motivo para abandonarlo, pensaba en los sonetos tan perfectos que se habían escrito, incluso hacia siglos.
Como fuera, el hecho es que se vio en la barra de un bar, esos divanes camuflados con sus cooperativas psiquiátricas y sus precios asequibles, por copas y no por horas, escuchando una conversación,
-Tenía esa practica muy estudiada y la aplicaba por todo el planeta- hizo una pausa- en el lado civilizado del planeta. Claro, no iba a ir en Doha a un restaurante de postín y después de ponerse las botas decir que no tenía dinero para pagar, a saber lo le hubiera podido pasar.
Hizo otra pausa y le dio un trago a su vaso. El otro estaba tomando un café con leche. Debía ser alcohólico.
-Entraba en un restaurante, por ejemplo, de Berlín, pedía lo mejor para comer y para beber, y cuando llegaba la hora de pagar se declaraba insolvente. El camarero que se iba a consultar, el maitre que venía y confirmaba la situación y por fin el dueño o su representante que bufando e impotente lo echaba del restaurante con cajas destempladas
-Con cajas destempladas pero con el estómago lleno- puntualizo su oyente
-Lleva una lista de restaurantes por los que ha pasado. De Paris tiene quince, de Madrid siete, ya sabes donde yaces… hasta de Nueva Zelanda tiene.
-¿En Nueva Zelanda no es dónde los maorís?
-Sí, pero esos no tienen restaurantes, comen de camping.
-No deberíamos tener leyes tan lasas.
-¿Lasas?
-Sí, permisivas, que dejan que los caraduras y los sinvergüemzas campen a sus anchas.
-Lo que no deberáimos tener es tanto sinevergüenza y tanto caradura entre nosotros.
Los dos permanecieron en silencio. Acabaron sus consumiciones, el alcohólico pagó y se fueron.
Cuando él fue a pagar la suya, el camarero mirando hacia la puerta de la calle le dijo,
-Los dos lados del mundo.
No entendió que quería decir con aquella frase pero no le pidió explicaciones. Sentía que de alguna manera el camarero sabía muy bien lo que decía y eso para él era suficiente.
Ya en la calle pensó que el orden estilístico del soneto despedía un tufo a miedo que tiraba para atrás.