En el gran arte, la banalidad
es la modestia de lo inexpresable
Susan Sontag
Está el cuchillo encima del mármol, al lado de la cocina de inducción. El cuchillo parece un abanico. Con esa forma parece poco probable que se pueda clavar. Será una cuchillada parecida a un golpe. Pero es un cuchillo, quédense con la idea. En cualquier momento se puede empuñar. Sólo faltará la víctima.
También hay sangre. Esto de verdad. Roja, espesa. Unos dos litros. Todo tiene que estar manchado de rojo. Empezando por el cuchillo. Todo hecho con interés e intensidad. Que el cerdo, o la cerda, no ha muerto en balde, lo sé. Que el dinero que nos habremos gastado comprando la sangre tampoco se haya gastado en balde. Eso es los que intentamos.
Luego está el odio.
Para calcular la fuerza del odio hay que pensar un momento, reflexionar y comprender todo lo que ha sido capaz de mover. No sólo mover para mostrar, si no también mover para dejar espacio, para poder mostrar lo que permanecía escondido y que ahora se quiere enseñar. Para que vean mi compromiso les llevaré al vertedero. Allí les podré mostrar todo lo que era de mi propiedad y de lo cual no tuve más remedio que separarme. Todos y cada uno de los objetos que les mostraré habrán sido míos. Lo probaré. De cada uno de ellos tengo fotos en las que están en mi compañía mientras yo muestro un diario con una fecha anterior a los hechos que se conocerán. Esto también es algo realizado gracias a la fuerza de ese odio.
Se van haciendo una idea.
Ahora la víctima.
No puedo decir si es ella o él, eso cada uno de ustedes. Pero si puedo ver un día de sol majestuoso, incitante e invitador, visto tras los cristales, sujetándome a los visillos, con los pies en el aire, deseando columpiarme como Tarzán en las lianas, para poder sortear las distancias que nos separaban de todo lo anhelado y que a causa de la víctima se hacía inalcanzable. Una especie de deseo vestido de sinrazón, que sólo se comprendía desde la sonrisa desdeñosa de la víctima.
A la que uno miraba pensando en el golpe de cuchillo y la sangre brotada que convertía la escena del crimen en un evidente escenario para pasto de policías y sus posteriores investigaciones.
Pasaba con los días de sol, los días nublados, los de lluvia y los de viento. Es decir, siempre, pero deseo que ese tiempo adquiera consistencia, pues es mi intención asestar el golpe en un día de lluvia. No por mero capricho, sino para cubrirme las espaldas.
Pues es de esperar que una vez cometido el crimen salga corriendo, despavorido, despavorida, calle adelante y que en ese rato que tarde alguien en encontrarme, un vecino, un policía, yo ya esté limpio de manchas de sangre y la lluvia al ocultar pruebas se haya convertido en cómplice. Lo que me protegerá en un juicio posterior. Criminal y su complice, la lluvia.
No deseo concretar más. Incito y estimulo a cada lector a poner de su parte lo que su buen ingenio imagine.
Ahora díganme, ¿es él o ella?
Si dudan son asesinos en ciernes. Si no…