No había habido nada que hacer.
Nunca a lo había habido.
Aparecieron las maquinas un sábado por la
mañana.
Aquellos mazacotes de hierro entrando por la
calle hasta plantarse enfrente del edificio.
Un sábado, cuando los pocos que trabajan
tienen fiesta.
Con su sola presencia todo en la calle quedó
paralizado. Como prólogo del espectáculo.
Se había dicho.
-No vendrá él, enviaran a otro.
Alguien había contestado,
-Vendrá si se lo mandan, es su trabajo.
Y ahora las maquinas estaban en posición de
descanso, pero los conductores no osaban moverse de su sitio.
Apareció un coche de la empresa. Fue frenando
poco a poco, maniobrando entre las grandes maquinas hasta situarse entre ellas
y los vecinos.
Desde el asiento del acompañante del
conductor él los estaba mirando.
-Qué grande se le ve ahí sentado- dijo
alguien y se oyó alguna risa sofocada.
Se contorsionaba buscando algo en la
guantera, en la parte de atrás, le dijo algo al conductor y al final tuvo que
salir.
No les saludó, no les hizo caso. De espaldas
a todos, como siempre había estado.
Como me pusisteis, habría dicho él.
Se dirigió hacia las tres maquinas y por
turnos fue hablando con los tres conductores. Después habló con el encargado
del grupo de a pie. Ni una vez los miró.
Ahora se le veía igual de pequeño que
siempre.
Aquellos días en que había estado hablando
con ellos se veía que había gastado todas las palabras que tenía que decirles.
A penas los saludó la primera vez. Solo, ¿Lo
recordáis? Y los planes de realojamiento en los edificios aledaños, que también
eran propiedad de la empresa. Temporalmente, dijo, pero ya sabéis cómo funciona
esto. No lo sabían pero no preguntaron. Vivían en un mar constantemente en
deshielo y ellos se limitaban a saltar de una masa de hielo a otra, con poca
esperanza de pisar tierra alguna vez.
Y poco más.
Nadie se le acercó para hablar de los viejos
tiempos que él por su parte habría querido olvidar. Ni una palabra. Ni
preguntar por los padres.
Nadie salió del bar que tantas veces había
pisado su padre, nadie de la panadería en la que tantos años había trabajado su
madre.
¿Y de su hermana? Con sus tetas tan
llamativas y la vida escandalosa que llevó, que llevaba. Nada de nada.
Levantó la mano e indicó que empezaran los
trabajos de demolición.
La bola comenzó a balancearse, cogiendo
vuelo, preparándose para el golpe fatal. Hasta las nubes se habían detenido.
Sabían quién era, claro que lo sabían. Pero
lo callaban, lo hacían a posta. Dejaban que les arrebatasen sus casas, que los
llevasen de allá para acá, que apareciese él y nadie se acercara buscando un
poco de conversación, compasión, por los viejos tiempos, un poco de tiempo más.
Estaba en sus manos hacerlo. No había podido decírselo pero estaba en sus
manos. Incluso posponerlo para siempre. Llevarse los recursos a otros barrios.
Pero nadie había dado señales. Ni los rostros
que creía ocultaban rasgos familiares y cercanos.
¿Tanto había cambiado él?
Hombre, crecido, no mucho.
Al tercer golpe la bola se hizo con el
edificio y cada ida y venida dejaba un brochazo de cielo azul libre y una masa
de cascotes y humo a sus pies. Se retiró un poco y ya sólo estuvo a unos
centímetros de los que como él observaban la ruina que poco a poco se iba
dibujando.
El camión con la bola acabó y maniobró para
abandonar la escena y dejar paso a la pala y a los camiones.
Tuvo que retroceder un poco más y un poco más
hasta que ya tocaba la superficie de la masa, con un vecino a cada lado, y
después un poco más y ya eran vecinos a todo su alrededor, engulléndolo,
tragándolo y sin embargo sintiendo que nunca, nunca había estado tan cerca de
ellos, abandonado y a la vez acogido.
Lo aceptó, lo aceptó y no gritó.
El operario de la bola se volvió, lo buscó
con la mirada y al no verlo se encogió de hombros.
Se iría. Su trabajo estaba acabado.