Aquella tarde no se tuvo que ir y se preguntó si eso
significaba algo.
Se había roto la rutina y al romperse, a él le pareció que
estaba pasando como cuando en una mañana de sábado todo en la casa se pone patas
arriba, se hace la limpieza y la final siempre hay algo que tirar a la basura.
¿Se trataba de él?
Pues aunque, se reivindicó, se tratase de él y todo en la
playa volviese a recomponerse como si nada, la casa limpia y ordenada del
sábado por la tarde, aquellos jóvenes daban mucha pena.
Acostumbraba a salir después de la siesta para pasear unos
quilómetros hasta la costa. Había unos bancos en un paraje perfecto. El mar
inmenso se dejaba ver y el murmullo de las olas era lejano y delicado como una
voz amada que acaba de hacerte feliz.
Parecía que el tiempo se detenía y hasta el sol vacilaba en
el horizonte. Eso pasaba durante una media hora. Después todo empezaba a
nutrirse otra vez. El sol reanudaba su camino y una rulot silenciosa hasta ese
momento empezaba a saludar a la tarde. Unas puertas que se abrían, el carraspeo
de su asistente, todo a dos centenares de metros de donde estaba él. Poco a
poco el oleaje se ausentaba y sólo quedaba la superficie plateada para
guarecerse.
Como si el vehículo fuese la mamá de la camada, empezaban a
aparecer los cachorros, cargados también con sus asistentes. Las voces se
entremezclaban y había alguien que gritaba y después ya eran todos gritando.
Hasta que surgía la música a todo volumen.
Y a continuación la algarabía incontinente. Pasa de todo. Es
verano. Los días nunca se acaban.
Desde el banco él se asegura de la inutilidad de todo y todo
le parece una venganza. Pero allí se ríe y se baila.
Así solía ser cada tarde y estaba bien que fuese de esa
amnera. Porque bien es un concepto que vale hasta para el infierno.
Hasta que se iba. Se alejaba camino de casa y con la
distancia en ristre iba derrotando lo que le incomodaba. Hasta no sentirlo.
Estaba muerto. El silencio otra vez.
Pero aquella tarde, no.
Fue como, de pronto, caerse por un precipicio, estar al
borde del barranco del silencio, contemplando la profundidad y de pronto sentir
el empujón. La música ceso y él seguía en el banco. Los gritos se convirtieron
en la inercia de lo que ya no estaba, que los llevaba hasta la certidumbre de
ellos mismos y su presencia en la playa. Sus voces vacilando se fueron apagando
y cundió el pánico.
Primero el asistente de la rulot, que se afanaba, lo veía
entrar y salir del vehículo con cables y herramientas en la mano, como un
bibelot loco fuera de su tiovivo. Levantaba los brazos, hacía aspavientos,
invitaba a algunos de los jóvenes a que probaran y nada.
Después las voces airadas que parecían peines del oleaje se
interpelaban unas a otras, iban de coche
en coche, se intentaba encontrar de algún modo algo de munición contra el
silencio. Pero aquellos pequeños vehículos disparaban perdigones contra la piel
dura y correosa de la infinita muralla que el oleaje conformaba.
Nada parecía dar esperanza a los jóvenes.
Algunos empezaron a rendirse y sacaron el trapo blanco de su
culo que depositaron en el lecho de arena y como él quisieron comunicar
pleitesía al silencio.
El sol seguía su curso.
Aún hubo un intento de risas y algarabía y algún
revolucionario alzó la voz. Pero se notaba que estaba perdida toda esperanza.
La rulot estaba siendo recogida. Su asistente era un veterano. Una retirada a
tiempo es menos derrota. Y ellos, los soldados sin himnos se fueron retirando
del campo de batalla, cuando aún faltaba tiempo, tanto tiempo para el final.
Pero aquel silencio, aquel calmado oleaje no era su banda
sonora. Todavía no.
Era la de él, que pudo quedarse aquella tarde hasta el final.
Claro que aquello quería decir algo, todo quiere decir algo.
La cuestión era si le atañía a él.