... Sonreímos ante estas cosas,
pensando que son materia para el cuento barroco
de algún niño sobre lo que sucede por la mañana
cuando todos se han ido menos el gato.
Del poema "Encalmados en aguas extrañas"
John Ashbery
Aquella tarde casi nadie había vuelto a casa.
Sólo estaba yo sentado en el sillón de mi padre, preguntándome por qué nadie me
había dicho que a esa hora nuestra casa no era nuestra casa porque nadie
estaba. Incluido yo que escuchaba primero al profesor de matemáticas y después
al de física, aquel día de la semana, todas las tardes, menos aquella.
Había llovido fuertemente y las salas de la
planta baja del edificio donde se ubicaba el colegio se habían inundado.
Imposible dar clase. Imposible que en la alteración del momento que todo lo que
debía fluir ordenadamente lo hiciera. No había autobuses, no había padres y no
había tranquilidad para tomar decisiones.
Así que se vio parado, de pie, delante de su
casa, diciendo adiós a un coche que creía recordar haber visto aparcado alguna
vez enfrente de la escuela y al que subía su profesora de francés, que sin
embargo para llegar hasta su casa había sido conducido por una persona que no
conocía.
El coche, la persona desconocida que lo había
traído y dos compañeros suyos desaparecieron en la esquina de la calle.
Miró la puerta de su casa y recordó que al
llegar ante ella cada tarde con Emilia, ésta se agachaba y hurgaba en unas
macetas. Lo hizo y encontró una llave.
Abrió la puerta y no había nadie.
¿Dónde se van todos cuando el no está?
Subió a su habitación y le tranquilizó ver
todo aquello que le era familiar. Después recorrió cada estancia y toda la casa
le pareció una copia de la suya, una copia perfecta en la que faltaban los
muñecos, pensó.
Bajó al salón y se sentó en el sillón que
siempre ocupaba su padre. Estaba convencido de que era otra casa. Se acordó del
rincón. Se aburrió un rato más y después, con su mochila y su abrigo se metió
en el rincón.
Debió quedarse dormido porque el primer ruido
que recuerda le hizo abrir los ojos.
Su madre y Emilia entraban riéndose. Su madre se quitó el abrigo y lo tiró sobre
el tresillo, se volvió hacia Emilia y le
ayudó a quitarse una trenca de color gris que antes había sido de ella. Pero
algo pasaba porque se demoró en quitarle la prenda y parecía como si su madre
tropezase y se cayese sobre Emilia. Lo que fuese les hacía mucha gracia. No parecía ser grave pues, parloteaban y él
no era capaz de entender lo que decían, sólo apreciaba palabras sueltas como
tarde, perfecto y rato. Emilia como agradecimiento de que mi madre la hubiese
ayudado a quitarse la trenca le dio un beso a de la misma manera que algunas
veces la besaba mi padre.
Después sucedió algo extrañísimo. Emilia le
dijo a mi madre que preparase un té. Era imposible aquello, pensó.
Desaparecieron las dos, camino de la cocina y ya sólo oía. Oía risas, tazas,
cucharillas y chasquidos raros que no sabía muy bien de dónde procedían.
Apenas podía concentrarse en lo que pasaba.
La idea de que Emilia le dijese a su madre lo que tenía que hacer lo
trastornaba. El mundo al revés.
Estaba intentando asumir aquel vuelco de la
realidad cuando entró su padre. Sus pisadas duras y decididas lo pusieron al
alcance de su mirada mientras dejaba el chaquetón en el perchero. Metió las
manos en los bolsillos del abrigo de su madre y hurgó en ellos, buscando algo.
Sacó unos papeles y les echaba un vistazo cuando oyó el taconeo de su madre y
los volvió a dejar precipitadamente donde estaban.
-¡Hola cariño!- oyó a su madre.
-¡Hola princesa!- contestó su padre.
Se besaron como Emilia la había besado hacía
un rato y acto seguido su madre dijo,
-Emilia, nos traes los tés al salón, por
favor.
-Enseguida, señora- se oyó desde la cocina.
Al cabo de unos minutos, pasó delante de él
Emilia, con su uniforme, camino del salón, cargada con una bandeja.
Algo le picaba en el culo, porque dejó la
bandeja sobre el mueble del vestíbulo, se subió la falda y se rascó en una de
las nalgas. Vio que no llevaba nada debajo. Volvió a coger la bandeja y
desapareció.
-Hola, Emilia- oyó a su padre.
En la calle arreciaba la lluvia y pensó que
también aquella casa que parecía la suya se podía inundar y entonces alguien lo
llevaría a otro sitio donde lo dejarían y también sería parecida a su casa y
pasarían cosas raras.
Volvió a pasar Emilia camino de la cocina y
oyó la puerta que se abría de un empujón y entraba su hermano acompañado de una
amiga que ya había visto otras veces. Resoplaban y estaban empapados. Se
aproximaron al rincón, mientras saludaban.
-¿Hay alguien?- dijo mi hermano.
Contestaron desde el salón y desde la cocina
también pero nadie salió.
Se quitaron los impermeables y los dejaron
colgando en una percha que había sobre la puerta del escondrijo. Se quedó a
oscuras.
Mi hermano le decía algo a su amiga,
-¿Tomamos un café y nos duchamos? ¿O nos
duchamos y merendamos?- mientras se reía.
Su amiga le dijo,
-Siempre estás con lo mismo.
-¿Con el té, quieres decir?- y siguió riendo.
Sí, con el té, narices- dijo su amiga.
Y subieron a su habitación. Aquel joven se
parecía a su hermano pero no era él. No le gustaba el té y jugaba con él
partidas larguísimas a la Wii, diciendole cosas como “ánimo chaval” o “atento
chaval, que te voy a destrozar” y no se reía de esa manera tan diferente, como
si fuera su padre, su madre o Emilia.
Estaba cavilando y tratando de encontrar un
asidero que le permitiese afianzarse en cualquier tipo de certidumbre de lo que
le estaba pasando cuando volvió a oír la puerta. Estaba vez llegaba el único
que faltaba, si se exceptuaba a él, que estaba pero no estaba. Se trataba de su
abuelo. Su abuelo era más que viejo, lo decía el mismo, era puro pellejo. Entró
tambaleándose como siempre, ensimismado y cabeceando, sumido en algunas de sus
múltiples obsesiones, como le decía siempre su madre cuando discutían.
A pesar de estar lloviendo no venía mojado y
dejó el paraguas que traía cerrado y seco, colgándolo por la empuñadura en una
alcayata en la que debería haber un cuadro. Estaba en silencio, sin saludar a
nadie, hasta que se tiró un pedo. Bueno, más que un pedo era una ristra de
pedos, una ametralladora. Y eso que no estaba en el cuarto de baño que es donde
hay que tirarse los pedos. Después eructó y por último se hurgó la nariz
mientras se sentaba en una silla del vestíbulo.
Tras toda esa actividad que había desplegado,
súbitamente se detuvo y ya no hizo más movimientos. Parecía una estatua. Se oía
el murmullo en el salón, algún ruido metálico en la cocina y golpes sordos en la
habitación de su hermano. De su abuelo manaba silencio. Miró el reloj de pared.
Justo en ese momento debería salir Emilia para ir a buscarlo al colegio. ¿Estaría
él en el colegio esperándola y todo esto no ha sido más que un sueño?
¿Soy yo o no soy yo y estoy en el colegio?
Imposible.
Imposible ¿Qué? Todo, pensó.
De pronto pensó que podía hacer algo. Salir
corriendo para el colegio y esperar la llegada de Emilia. Esta llegaría hasta
él y al producirse el encuentro todo recuperaría su aspecto habitual, el que él
conocía.
Recuperaría a su familia de verdad, tal y
como la conocía, y como era, y olvidaría a
aquellas personas raras que tanto se le parecían y que nunca había visto
antes.
Dejaría aquella casa sin rumbo.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Miró a su abuelo, estatificado, y se preparó
para salir corriendo al punto de cita con el mundo de siempre, del que
seguramente había sido arrojado por la lluvia.
Estaba abriendo la puerta de la calle y
escuchó a Emilia decir,
-Hombre, jovencito, ya estás aquí hoy.
Entonces, a pesar de no sentir miedo, supo que
estaba perdido.