La gente que grita suele ser perezosa, pues para hablar
bajito se necesita un cierto esfuerzo.
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Hay dos momentos de la vida del ser humano en el que estamos
a punto de saber de qué va todo esto. Uno es al ser concebidos, en el que, por
razones obvias no podemos fijarnos mucho y el otro es cuando morimos, en el
que, es una pena, veamos lo que veamos no podemos contarlo.
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La cantidad de promesas que un ciudadano exige multiplicada
por la necesidad que un político tiene de sus votos es igual a la cantidad de
desidia que después muestra el ciudadano multiplicada por la voluntad del
político de hacer lo que le venga en gana, que suele ser una constante.
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Se acepta la moral como si fuera un yugo múltiple y no dejamos
de mirar de reojo para comprobar que todos ocupan su sitio.
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Las nuevas tecnologías le han hecho un siete al marxismo. Y
tenemos huevos y agujas pero no hilo para zurcirlo. El frío que entre por él,
nos puede dejar helados.
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Si esta sociedad
fuese tan científica como se dice no llamaría “pasiones bajas” a las que nacen
de la entrepierna, teniendo en cuenta que más abajo están las que nacen de los
pies.
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Las ideologías son para el político como el perro para el
pastor, que le ayuda a meter y sacar al rebaño del redil para darle de comer o
sacrificarlo, pero nunca le ayuda a
entenderse con él.
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Los nacionalismos se diluirán en la globalización como
azucarillos en el agua. Sólo hay que desear que no haya tanta agua que se
pierda el dulzor de aquellos.
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Creer en Dios porque lo necesitas y no porque exista. Por
ahí, sí. Hablemos.
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Cuando echamos mano del olvido para dejar de lado alguna
cosa del pasado que nos atormenta, no debemos pasar por alto que el olvido
perece pero los restos son biodegradantes.
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De la ropa planchada lo que me da grima son esas rayas
rectas que inevitablemente aparecen.
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La realidad a penas
nos interesa. Sólo para construir sobre ella nuestra verdad. Cada uno la suya.
De ahí todos los contratiempos.