Este cuento me salto a la cara, gracias al
detonante que puso en mi mente
Per Olov Enquist, cuando escribió sobre
la viuda Lousia Andersson.
¡Cómo desde siempre ha habido
alguien que vive de las chanzas
que sobre nosotros llueve!
Es una tradición
muy arraigada, aún persiste en nuestros días y sobre todo en el sur y noroeste
del país, el pasear por las calles de los pueblos la imagen de la virgen en una
capilla a modo de urna, con el frontal protegido por un cristal, que dentro la
muestra sola, en actitud de oración, o con el niño. También las hay con santos,
solos, o acompañados por algún animalillo bendecido. Tanto en un caso como en
el otro, tienen en la base de la capilla una hucha.
Esta capilla, a
modo de hornacina ambulante, va de casa en casa y durante unos días protege y
guarda de peligros y desgracias a los miembros de aquel hogar en el que es
acogida. Más protege y más guarda entre más generosa sea la limosna introducida
en la hucha. De esta manera tan devota y discreta se produce un trasvase
importante de las reservas monetarias familiares a las reservas eclesiásticas.
Así pues era
normal que esta urna te la encontrases tanto en tu casa, como en la de tus
abuelos y tíos, o en la de los amigos. Era un curioso viajero que como tú, y
los vecinos del pueblo, se iba haciendo presente en casi todos los hogares del mismo.
Siempre estaba el anticlerical de turno que abominaba con las peores palabras
de semejante práctica que mientras los practicantes la calificaban de piadosa y
ferviente, él le dedicaba a éstos, con apasionado ímpetu, epítetos del tipo de
santurrones, mojigatos, gazmoños y meapilas. En fin.
Era una imagen a
la que le llovían los ruegos y las encomiendas, y que a veces tenía delante una
palmatoria con una vela encendida. Eso indicaba un pedido especial o más allá
de lo habitual. Un embarazo pronto a concluir. Una deuda imposible de pagar y
hasta había peticiones fuera de toda piedad, cargadas de malevolencia, que por
supuesto la virgen nunca se avenía a complacer por muy preferida que fuera
aquella familia en la que pasaba unos días y que tan atentamente la trataban.
La imparcialidad estaba fuera de toda duda, pero siempre estaba el creyente que
se creía el ojito derecho.
Una actitud, ésta
de las encomiendas, que servía para bien poca cosa. Pues con el paso del tiempo
te dabas cuenta de que las cosas terribles que pasaban lo hacían sin seguir un
claro patrón que relacionase los hechos con la usencia o presencia de la virgen
en tal o cual casa. Enfermedades, muertes, accidentes iban acaeciendo según un
misteriosos orden que no había manera de relacionar con la presencia, cercanía,
lejanía o ausencia de la virgen. Y había hasta peticiones que no se cumplían a
pesar de haberlas apoyado con la donación de la paga de un domingo. Como una
que yo me sé que consistía en que al maestro le cayese en la cabeza, al entrar
el lunes a clase, un pirulí de esos que cuelgan de las tejas en invierno. Justo
cuando se quitara la gorra para entrar.
Esto de que no se
cumpliesen las peticiones es lo que le debió pasar también a Juanote y a su
familia. Que hubo una riada y ante ella a buen seguro que todos se encomendaron
no a la virgen, si no a la virgen y a toda la retahíla de soldados de la Fe que
existen.
Una riada que
obligó a desviar el río. Y que ante la falta de implicación de las fuerzas
divinas, obligó a los del pueblo a tomar una decisión. Todos, menos Juanote,
decidieron que lo mejor era desviar el río justo por el trayecto en medio del
cual estaba su casa. Era una casa o medio pueblo.
Se hizo, pero a
Juanote nadie lo convenció y se fue con la riada, dentro de su casa. Nunca se
encontró su cadáver. A saber dónde lo llevaría el río Esla.
Quedó como testigo
de que aquello había sido algo más que una pesadilla, su mujer y su hijo de
seis años.
Isabel no era del
pueblo. La había conocido Juanote en una fiesta de otro pueblo y se la había
traído.
Después de la
riada, los del pueblo no se atrevían a decirle que se volviese al suyo y hasta
hubo un puntilloso que emocionado y con
palabras trémulas por el sentimiento, adujo que el hijo fruto del matrimonio
era del pueblo, pues allí había nacido. Por lo que entre todos tendrían que
construir una nueva casa para Isabel y su hijo. Un hogar, dijo.
A nadie se le
ocurrió argumentar que precisamente una casa es lo que todos los vecinos le
debían a Isabel y su hijo, pues al fin y al cabo su hogar y su marido habían
sido sacrificados tras una decisión que entre todos habían tomado para que el
resto del pueblo se salvase.
Pero surgió un
problema. ¿Qué hacer con ellos mientras se construía la casa?
Era otoño, venía
el frio. Isabel y su hijo necesitaban un lugar en el que esperar el nuevo
hogar.
Tras mucho
discutir y visto que parecía que nadie tenía lugar, ni recursos de sobra para
acogerlos se tomó la decisión salomónica de que sería acogida por cada familia
durante una semana, de manera rotatoria, hasta que la nueva casa estuviese
dispuesta. ¿Cuánto tiempo sería ése? No se sabía. El que hiciera falta.
En el pueblo había
más de cien casas, pero cuando se empezó a planificar como iría la gira de
Isabel e hijo, se concluyó que sólo treinta casas estaban en condiciones de
acogerlos. Lo que significaba que cada treinta semanas Isabel y su hijo
volverían a la casa dónde empezaron su tiempo de refugiados.
La laboriosa tarea
de adjudicar las semanas a cada uno de los vecinos llevaba sus buenas tres
horas cuando a Dionisio, que era el alcalde, se le ocurrió una idea que “daría
empaque”, así mismo lo dijo, a la distribución en las casas de acogida.
¿Por qué no
acogerla al mismo tiempo que a la virgen?
-¡Qué a la
virgen!- tronó Ángel el Pajalarga- Pero. ¡Qué coño estás diciendo! Esa no entra
en mi casa mientras yo esté vivo.
Era lo que se dice
un anticlerical. No sabía por qué. Era como esos rencores de familia. Naces y
ya están allí. Creces con ellos y un buen día los has hecho tuyos. Sin
dedicarle ni un segundo a la cuestión.
-¿Una semana ese
armatoste en mi casa? Ni hablar. Ella sí- y miró a Isabel- pero esa
escurrebolsillos ni hablar.
Aquí Dionisio hizo
valer las dotes que lo llevaban manteniendo de alcalde desde hacía más de
treinta años sin que nadie supiese a ciencia cierta cuál era la razón y tras
hablar y hablar acabó rindiendo a Ángel que aceptó tener a la viuda, a su hijo
y a la virgen tres días.
O sea cada tres
días el grupo cambiaba de familia.
Dionisio, que en
esos momentos tenía a la virgen en su casa dio el pistoletazo de salida.
-La virgen está
conmigo. Nos llevaremos a Isabel- la miró- y al niño. Dentro de tres días te
toca a ti Saturnino.
-De acuerdo- dijo
Saturnino y miró a Isabel que en esos momentos abrazaba a su hijo, consolada de
tanta desgracia.
Aquello debería
haber devuelto la tranquilidad al pueblo, que al día siguiente empezó las
reuniones para establecer el lugar y el cómo iban a construir el nuevo hogar
para Isabel y su hijo. La viuda y el hijo del fallecido, recordemos.
Desde aquel
momento toda la indiferencia que hasta ese momento había sentido sobre sí la
figura de la virgen, quizás porque no se involucraba en las encomiendas y que
se evidenciaba en el hecho de que a veces más de una vecina se había visto
sorprendida con la urna abandonada a la puerta de su casa cuando volvía de
comprar o de pasar la tarde en casa de alguna conocida ya que otra sin
esperarla, allí la había dejado, como se
deja un bulto, por no hablar no ya de la indiferencia sino de la falta de
aprecio que al respecto mostraban los hombres, se había trocado en interés.
No sólo las
mujeres vigilaban que la figura no estuviese más allá de los tres días
acordados en la casa que les precedía si no que hasta algún hombre se había
atrevido a barnizar las puertecillas que cerraban el altar, a engrasarle las
bisagras e incluso se hablaba de poner un cristal, de esos modernos, que
evitara que la luz deteriorase la imagen.
Por lo que era
habitual escuchar en el bar a algún hombre, entre trago y trago,
-¿Por dónde anda
ahora la virgen?
-Está en casa de
Eleuterio.
-¿Y dónde anda
Eleuterio?
-No lo sé, hoy no
ha venido, ni ayer.
Y seguían
bebiendo.
La Naturaleza hace
y deshace según le conviene, y lo peor es que no hay manera de cogerle el truco
a esa conveniencia, que unas veces va así y otras asá. Unas veces nos favorece
y otras nos jode bien jodidos.
Así que aquel
asunto empezó con que la Naturaleza se llevó la casa de Juanote, con él dentro,
y acabó cuando Isabel, su viuda, ya no pudo disimular que llevaba algo dentro.
No pudo por dos
razones. Una, es que ya no podía trabajar en cada casa en la que entraba como
una mula, pues se cansaba mucho y a veces pasaba horas, casi días, encamada
debido a las nauseas y el malestar. Y la otra, es que dado su estado de viudez,
el aspecto que presentaba, cada vez más evidente, hacían incomoda su presencia
en el pueblo, de casa en casa.
Los adultos hechos
al disimulo, desde que salieron de la juventud, hacían lo que podían, pero los
jóvenes, siempre insidiosos, irresponsables, irrespetuosos y desvergonzados
comenzaban a aliarse con el escándalo.
Eso, y el orgullo
herido de las que la habían acogido en sus hogares con toda la compasión del
mundo para ahora verse traicionadas de esa manera, obligaron a tomar una
decisión drástica.
-No hay más
remedio- dijo Dionisio- Además la cosecha ha sido muy buena y entre todos podemos hacerlo. Yo lo
buscaré y se lo propondré. Seguro que aceptará. Irse a la ciudad con la vida resuelta.
¿Quién lo puede rechazar?
-Pero, ¿Y la
criatura?- peguntó uno que siempre hay en estas reuniones que aúna la candidez
con la buena intención.
Nadie sabía que
responder.
Y fue Dionisio,
como acostumbraba a pasar, quien encontró la respuesta,
-¿La criatura? ¡Pero
si tiene tres años!. Se va con ella que es su madre. ¿Él?, ¡Del pueblo será
siempre!.
Y así se zanjó la
cuestión.
Lo que le pasará
después de este capítulo a la virgen ya no pareció interesar a nadie.
Me refiero a la
virgen de la urna, la de siempre.
FIN
La otra salió muy
bien de la historia, y aún hoy en día se lo cuenta a mis hijos y riéndose
apostilla,
-Parece mentira.
A mi hermano
pequeño no le hace gracia. Pero hoy vivimos otros tiempos y estas cosas parecen
propias de otra especie. Así que terminamos riéndonos todos.
AHORA SÍ, FIN DE VERDAD