Estaba atravesando unos momentos
felices en mi vida. En los últimos seis meses me había venido todo de cara. La
galería que dirigía, propiedad de un amigo adinerado pero escasamente dotado
para el arte, iba viento en popa a toda vela.
Las dos últimas exposiciones
habían puesto a sus autores en los museos y las obras se vendían de una manera
que yo calificaría de compulsiva. Los diarios no se mostraban remisos y sus
páginas de arte se nutrían de ellas.
Por si fuera poco, me habían
llamado del Prado y estaban contemplando la posibilidad de contratarme
para una itinerante que llegaría de
Holanda.
Mis colaboradores funcionaban
perfectamente lo que me permitía no agobiarme y disponer de un día libre cuando
lo estimara oportuno.
Mi hermano se acababa de casar
con su novia de toda la vida y ambos se iban a Oxford. Se iniciaba el curso
universitario y estaba contratado como profesor de Literatura Comparada para
los próximos tres años. Me llamó para felicitarme por los éxitos obtenidos y para
despedirse de mí. Yo también lo felicité por su éxito y por la boda.
Habían celebrado la ceremonia
con los familiares de ella. Ni mis padres ni yo habíamos asistido. Ni, claro
está, ningún otro familiar del novio. No
sé qué pensarían ellos, nuestros padres, tan chapados a la antigua, de cómo
había ido todo. Tenía varias llamadas de ellos pero no había tenido tiempo de
devolvérselas.
Aunque mi hermano se iba
contento a Inglaterra y por todos era festejado como un triunfo, él lo que de
verdad esperaba era volver exitoso con algún libro editado y vendiéndose. Era
poeta. Difícil y críptico. Del tipo Celán o Valente.
Me dijo que llegarían para
comer.
Se lo agradecí aunque no era
necesario.
No pensaba cocinar pero pensaba
llevarles al mejor restaurante de la ciudad.
Quería dejar claro que el hecho
de que no me hubiera invitado a su boda no me había afectado lo más mínimo.
Tenía mi vida.
Yo, a ella, la conocía desde
siempre. Así que el encuentro fue distendido y fácil. Tenían tres horas para
compartir conmigo. Después querían acercarse a unos grandes almacenes
determinados y a una joyería con el fin de que le arreglasen a ella unos
pendientes que se le habían roto. Un trabajo minuciosos que sólo hacían en
aquel taller.
Después saldrían hacia el
aeropuerto y quién sabe cuando volveríamos a vernos.
Aunque yo sabía dónde estábamos
y hoy con los aviones se llega enseguida. Dijo ella.
Comimos estupendamente y me
enteré de que a pesar de vivir en la misma ciudad a penas veía a nuestros
padres.
-Ya sabes cómo es eso de vivir
en una gran ciudad y verse menos que si vivieras al otro lado del país- dijo mi
hermano.
Pero que estaban bien. Alguien
los había visto en una cafetería con otros amigos tomando la merienda. Que
seguramente se alegrarían mucho de mis éxitos.
-De nuestros éxitos- corregí yo.
Les gusto mucho el restaurante.
La familiaridad con que yo trataba a los camareros, distantes y serios, les
debió convencer de que yo era un habitual del lugar.
-¡Y qué! ¿Tú no te casas?- me
dijo mi cuñada.
-Algún día. Ya os avisaré. Pero
contadme, ¿Qué planes tenéis para estos años en Oxford?
Y en cosa así se nos fue el
tiempo volando.
Los despedí al pie del
restaurante. Un taxi los acercaría a la joyería y después……….
Volví a casa paseando. Tengo un loft cerca del parque
más grande de la ciudad. Y suelo pasar, me obligo, por él siempre que salgo o entro en casa.
Estuve a punto de pisar a dos
ciempiés. Estaban jugueteando y se perseguían. Uno estaba a punto de conseguir
el éxito y alcanzar al otro.
Seguro que sería un encuentro
inolvidable.